domingo, 13 de julio de 2008

Crítica | EL CASO WANNINKHOF; Un retrato renqueante

Uno de los mayores peligros a la hora de presentar un hecho real como argumento para una ficción es implicarse demasiado y convertir la acción en una lucha entre “buenos” y “malos”. Otro de los peligros es no implicarse en absoluto y narrar los hechos desde tal distancia que el argumento se antoje frío y los personajes lejanos. “El caso Wanninkhof”, que se emitió en La 1 de TVE los días 19 de junio y 3 de julio, no lograba el equilibrio entre ambos extremos.
Luisa Martín en "El caso Wanninkhof"
El argumento será conocido por la mayoría: el sumario contra Dolores Vázquez por el asesinato de Rocío Wanninkhof, una joven de Mijas que desapareció en 1999. El caso provocó un enorme impacto social, saltando de las páginas de sucesos a las portadas de todos los periódicos. Pero a parte de la gravedad de los hechos, lo que hizo tristemente famoso el caso fue el tratamiento frívolo que obtuvo por parte de la mayoría de los medios, sobre todo televisivos, que dejó al descubierto los prejuicios de una sociedad más inclinada a culpar sin pruebas a una mujer difícil, seria y lesbiana, que a esperar una investigación en condiciones. Con el tiempo, también sacaría a la luz la vergonzosa negligencia de los cuerpos de seguridad que se encargaron del caso, más interesados en dar carpetazo cuanto antes a un suceso que había obtenido demasiado seguimiento que a cumplir con su deber de forma eficiente e imparcial.

Un caso difícil de digerir en la vida real. Qué decir, pues, de lo espinoso de aceptarlo como ficción seria de prime time. A los directores, Fernando Cámara y Pedro Costa, y a los guionistas, Juan Cavestany y Antonio Ojeda (el propio Costa también colabora en el guión), no se les puede culpar de haber descuidado de entrada y por completo el tratamiento que le iban a dar al caso o de convertir la miniserie en vehículo para el morbo. Pero las cosas han salido mal.

Cuando el relato no guarda sorpresas (porque no se nos ofrecen datos hasta ahora desconocidos, excepto para aquellos que aún piensen que Dolores Vázquez sigue entre rejas) toda la atención recae sobre la forma de narrar los hechos y, tanto o más, sobre los encargados de poner rostro a los implicados. En estos dos últimos puntos los responsables de la miniserie se han visto absoluta e imperdonablemente incapaces de dotar a la narración del pulso necesario y de elegir a un elenco adecuado para dar vida a los protagonistas.

Basta poner como ejemplo las secuencias de juicio, que son buena parte de la duración total de esta ficción, para ver que la acción transcurre a trompicones en demasiados puntos de la historia. Unos y otros testimonios están mal enlazados. Unas escenas quedan cortas, otras se detienen en cosas que no deberían.

El guión tiene agujeros aquí y allá, lo que pasaría desapercibido si no se diesen en momentos tan señalados. Los diálogos flaquean en los momentos cumbre, como cuando vemos por primera vez al verdadero asesino (Robin James Jones se llama en la ficción), que no podía tener frase mejor y más original que un teatral “invita la casa” para celebrar que han enjuiciado a otra por lo que él ha hecho. Las cosas que sabemos desgraciadamente verídicas, como esa prueba de la malsana expectación de la gente por entrar en el juzgado y presenciar el linchamiento, quedan desenfocadas e incluso risibles: “audiencia pública”, grita una voz en el primer episodio, y acto seguido vemos a un montón de extras precipitándose al interior de la sala de la forma más falsa.

En el reparto, Juanjo Puigcorbé se estrella con todos los trastos en su papel de abogado angelical y perfecto, comprensivo hasta el último músculo de su cuerpo. Es un personaje bueno hasta el ridículo, con sus lágrimas y con ese tono de voz conciliador. Su interpretación es un desastre sin paliativos, y de algo así no sólo se puede culpar a un guión. En contraposición, el actor belga Frank Feys es empujado a construir un malo de manual que de tan asqueroso pasa a ser más una caricatura, lo que no podía ser más insultante en este caso.

Más grave es, de todos modos, ver a Belén Constenla (que interpreta a la madre de Rocío) convertida no en otra víctima sino prácticamente en villana, ciega ante las inocencia de su ex pareja. Y es que el relato debería haberse centrado casi por igual en ambas víctimas de este “caso Wanninkhof”. De hacer protagonista a una de las dos se debería de haber tenido más cuidado.

La que sí acierta, y menos mal, es Luisa Martín, que interpreta a Victoria Álvarez (o sea, Dolores Vázquez) de forma intachable, lo que unido a sus últimos trabajos dramáticos la convierte, ya oficialmente, en una gran actriz.

Pero para que el juicio general sobre “El caso Wanninkhof” sea justo hay que destacar dos datos, que tienen que ver con decisiones de TVE: por un lado, las prisas con las que, según los responsables de la miniserie, trabajó el equipo para finalizar a tiempo el proyecto y, por otro lado, el espacio de tiempo que se dejó entre el primer y el segundo episodio (dos semanas). De un día para otro o, a lo sumo, de una semana a la siguiente es la distancia ideal para separar los capítulos que componen una miniserie, pero la Eurocopa se interpuso y por mucho que repitas el primer episodio, que programes un documental en relación con el caso y que cuelgues el primer episodio íntegro en la web, la distancia hace el olvido y hasta el más interesado puede desistir. Y cuánto más si no se trata de un trabajo brillante.

viernes, 27 de junio de 2008

Crítica | DAÑOS Y PERJUICIOS; Justicia por encima de todo (y de todos)

Al contrario que en “El abogado” o en “Ally McBeal”, la batalla final en los tribunales es sólo un punto lejano en el horizonte para la trama de “Daños y perjuicios” (“Damages”). Para llegar a la meta hay que sobrevivir a todo un mundo de estrategia y engaño, que es en lo que se centra esta historia. Es por eso por lo que esta serie, que sobresale entre las de su género, se convierte en una verdadera alternativa.
Glenn Close y Rose Byrne
en "Daños y perjuicios" ("Damages")

A los personajes no se los conoce en el primer episodio. De hecho, finalizada la primera temporada todavía queda por ver realmente hasta dónde son capaces de llegar algunos de ellos.

Patty Hewes (interpretada por Glenn Close) dirige uno de los bufetes más importantes de Nueva York. Es una profesional respetada y temida a partes iguales que no se anda con rodeos. Sabe lo que quiere y casi todo lo que hace tiene una finalidad. Por eso, cuando contrata a Ellen Parsons (Rose Byrne) no es porque crea que ésta sea más ambiciosa o capaz que el resto de jóvenes promesas de las que puede disponer. Hewes sabe más de lo que parece acerca de Ellen y, sobre todo, acerca de ciertas personas de su entorno.

En el transcurso de la investigación que lidera Patty para sentar en el banquillo de los acusados a Arthur Frobisher (Ted Danson), un poderoso empresario que puede haber estafado a los trabajadores de su empresa, los giros inesperados se suceden uno tras y otro y casi por norma. El argumento parece a veces estar jugando al despiste como lo haría cualquier otra serie. Pero no.

Poco a poco el espectador se va dando cuenta de que todo está bajo control: todo aquello que se dijo, aquello que se nos enseñó, los constantes saltos en el tiempo, los puzzles que tiene el espectador por recomponer, todo, va encajando paulatinamente y hasta desembocar en un desenlace perfecto (que no satisfactorio en lo que se refiere a poner en orden todos los hilos). Quizás cueste un poco entrar en la serie, eso es cierto, pero cuando te atrapa lo hace de veras.

Glenn Close, en su primer protagonista en una serie de televisión, pone en su personaje el mismo cuidado que crítica y público le admitieron en sus dorados 80 en el cine estadounidense. En la piel de Patty Hewes, la actriz puede llegar incluso a dar miedo, pero nunca permite que la odies y temas del todo. Tiene a su personaje controlado al máximo y no deja ver del todo quién es y de qué es capaz, lo que mantiene en vilo a la audiencia.

Rose Byrne, que a ratos se da un aire a una joven Miranda Richardson, aguanta admirablemente bien en sus cara a cara con Close y demuestra ser una protagonista mucho más que eficaz. Ted Danson, por su parte, recupera algo del brillo de sus mejores tiempos y Zeljko Ivanek lo borda. Los actores de reparto, uno tras otro (en esta temporada Noah Bean y Peter Facinelli sobre todo), están siempre a la altura.

Vuelve a emitirse en Canal+ a partir del domingo 29 (23:40). Es todo un lujo.

jueves, 26 de junio de 2008

Crítica | DIRT; Nada por detrás

Lo malo de las series que están hechas de escándalo es que lo tienen muy difícil para golpear al espectador eternamente. Una serie que engancha a base de impactos, visuales y argumentales, requiere de una historia de cierta complejidad y profundidad para atrapar a la audiencia a largo plazo. Tiene que haber algo más, vamos. En “Dirt” al principio da igual si lo hay o no, los impactos son suficientemente entretenidos. Después empieza a parecer probable que no habrá demasiado. Al final, decepción mayúscula.

Es una historia sobre interdependencias enmarcada en el mundo de la prensa sensacionalista. Pero no todo el mundo se dará cuenta de esto, de que hay historia, por mala que sea. No es difícil que el espectador se quede más con los trapos sucios y las miserias del personaje episódico de turno.

La protagonista, Lucy Spiller (una Courteney Cox sin vida ni encanto), es la directora de una revista que representa la variante más agresiva de ese tipo de publicaciones, la que tiene fama de llegar más lejos, la que presume de no detenerse ante nada ni nadie. Don Konkey (Ian Hart, aceptable) es un paparazzi esquizofrénico, amigo de Lucy desde sus años de universidad. Colabora con ella y hace todo cuanto le pide, lo que a menudo le obliga a arriesgar su vida misma.

En el lado de los fotografiados, perseguidos y acosados están Holt McLaren (Josh Stewart, “Turno de guardia”), un actor de moda por el que Lucy tiene una fijación especial, y la novia actual de éste, una actriz en horas bajísssssimas llamada Julia Mallory (Laura Allen, “Los 4400”).

En el primer episodio entra en juego una novata de nombre Willa McPherson (Alexandra Breckenridge), que aspira a abrirse camino en el mundo de la prensa del corazón desde un puesto en la revista de Lucy, “DirtNow”. Ella le sirve a la serie como excusa para presentarnos a los personajes partiendo de cero y hacernos entender cómo funcionan las cosas.

Como en “El diablo viste de Prada”, Willa se esfuerza al máximo en su trabajo para no decepcionar a su temida jefa, ganarse su favor y abrirse puertas de cara al futuro. Las cosas son muy complicadas y mete bastante la pata al principio, con lo que el espectador se identifica con ella. Pero a medida que avanzan los capítulos la forma de ser de la chica pasa de ingenua, voluntariosa pero despistada a decidida e implacable. Casi al tiempo, sus tramas van interesando menos al espectador. Y no es que sea todo culpa de la actriz, que por otro lado nunca entusiasma, sino más bien de todo ese mar de drogas, sexo, fama y focos que nos trae “Dirt”. Ya hay bastante con el culebrón que vertebra la serie.

Don, el paparazzi, es demasiado inestable como para andar por su cuenta y riesgo las 24 horas, de modo que necesita a Lucy y ésta le necesita a él, porque no hay muchos paletos dispuestos a dar su vida por una miserable foto. Pero Lucy al mismo tiempo tiene un problema, y es que sólo parece lograr excitarse con Holt, el actor. Éste se siente en deuda con su novia, Julia, y no se decide a abandonarla. Julia quiere a Holt, pero también depende bastante de su camello (Carly Pope), una lesbiana que tampoco quiere dejarla escapar a ella. Holt cada vez se siente más interesado por Lucy, pero para cuando eso ocurre las cosas se han deteriorado tanto y el espectador se ha inmunizado hasta tal punto ante tan exagerado cóctel que ya no puede más.

Y esto al final no es entretenimiento, es un producto vulgar y pasado de vueltas. No es una crítica al mundo de la prensa rosa, eso desde luego. Si alguna vez pretendió serlo, como en “El diablo viste de Prada”, la crítica se convirtió en lo criticado. “Dirt” existe hasta que deja de sorprenderte.

Se emite en Fox los miércoles a las 22:20.

(Foto: Courteney Cox)

domingo, 8 de junio de 2008

Crítica | EL COLECCIONISTA DE MARIPOSAS; Cuando a la amistad le siguen los interrogantes

Salirse de las normas no escritas de la narración televisiva actual puede ser peligroso. Buena parte del público se queja –y con razón– de que por muchos canales que tengamos hoy la oferta sigue sin ser realmente variada. Los programadores no le echan demasiada imaginación a su tarea y acaban por convertir cada canal en poco menos que un clon de su competencia. Pero cuando alguien viene a contarnos una historia diferente (no digo ya original) los espectadores respondemos con recelo.

Nos están acostumbrando de tal manera a esa nueva ficción efectista y de ritmo imparable que predomina en nuestras cadenas que nos empieza a resultar extraña toda producción que se salga de ese esquema. Ya no sabemos lo que es una escena sin diálogo, una imagen sin movimientos bruscos de cámara o una historia sin tiroteos. En ese sentido, “El coleccionista de mariposas” (“Butterfly Collectors”), que se emitió anoche en ETB-2, resulta una especie de ventana a un tipo de ficción en peligro de extinción. Aunque esto no es un punto a favor de cara a buena parte del público.

No es que esta miniserie británica sea estupenda ni mucho menos. Su ritmo decae en algunos tramos y su factura técnica no podemos calificarla de brillante (la banda sonora, eso sí, destaca desde el primer momento), pero se trata de una historia que mira a varios lados a cada momento y que pone énfasis en la relación entre sus distintos personajes.

Nos narra la historia de John McKeown (Pete Postlethwaite, “En el nombre del padre”), un policía veterano y desencantado con su labor, y Dex Lister (Jamie Draven, “Billy Elliot, quiero bailar”), un adolescente que se ha visto obligado a madurar demasiado deprisa. El primero tiene una relación desastrosa con sus hijos, cosa que lamenta profundamente, y el segundo ejerce precisamente de padre de los que son en realidad sus hermanos (Thomas Aston y Ruth Harrop).

A ratos la miniserie adquiere el tono del típico juego entre policías y (posibles) criminales que tantas ficciones británicas nos traen a las sobremesas de ETB-2. Pero también permite ser vista desde otros puntos de vista: puede ser una historia de dos amigos, de un hombre y el hijo que necesita a su lado o la historia de dos padres incluso.

Jean Stewart y Paul Abbott, director y guionista de “El coleccionista de mariposas”, mantienen el interés sin trampas ni artificio, jugando bien sus bazas, que son sobre todo esos dos personajes centrales. Pero la trama del asesinato que hace que John entre en la vida de Dex (o viceversa) tampoco decepciona.

En el reparto, el veterano Pete Postlethwaite y un entonces casi novel Jamie Draven (la producción data de 1999) forman un equipo perfecto. El primero se convierte en la personificación del agente quemado que, además, no encuentra a su regreso a casa la armonía que quisiera. Draven, por su parte, impide en todo momento que el espectador baje la guardia: su Dex es víctima y misterio, todo en uno. ¿Pero y si es sólo una de dos...?

(Foto: el poster estadounidense de "El coleccionista de mariposas")

domingo, 18 de mayo de 2008

Crítica | EXPEDIENTE CAMMERMEYER; Lucha contra la discriminación en clave patriótica

“Expediente Cammermeyer” puede sorprender a muchos aún hoy. Parte de la sociedad parece tener problemas todavía para entender la homosexualidad como algo que no es consecuencia de ninguna ideología, ni es sinónimo de enfermedad, ni supone impedimento para desempeñar bien un trabajo o ser buen vecino. En la película, cuando la protagonista, una militar patriótica donde las haya, se confiesa lesbiana, el castillo de naipes que ha ido levantado durante décadas con tanto esfuerzo amenaza con derrumbarse.
Glenn Close y Judy Davis en "Expediente Cammermeyer"
Años antes de que la homosexualidad se convirtiese en el ejército estadounidense en oscuro secreto sobre el que no debería preguntarse ni mencionarse nada, el caso de Margarethe Cammermeyer hizo correr ríos de tinta. La mujer, noruega de nacimiento, llegó en su día a coronel pero las cosas se torcieron cuando un agente del servicio de investigación interna le preguntó por su condición sexual directamente. Se vio incapaz de mentir.

En la película, estrenada en la NBC en 1995 y protagonizada por Glenn Close –que brilla ahora de nuevo en televisión con “Daños y perjuicios (Damages)”–, somos testigos de la historia de Cammermeyer desde que, ya en la cuarentena, y todavía en pleno ascenso en su carrera, conoce a una artista llamada Diane (Judy Davis). Se siente interesada por ella desde el principio. Cuando tras una cena Diane se refiere a su encuentro como “nuestra primera cita”, Margarethe, divorciada y con cuatro hijos, se sorprende sólo a medias.

“Expediente Cammermeyer” (“Serving in Silence: The Margarethe Cammermeyer Story”) se centra entonces en los esfuerzos de la protagonista por seguir haciendo su vida con la mayor normalidad posible. El rechazo de su padre (Jan Rubes, “Único testigo”) y el recelo inicial de uno de sus hijos (Lance Robinson) pasan a un segundo plano cuando llega la pregunta en el trabajo: “¿Ha practicado alguna vez actos inmorales?”.

El ejército, “una institución razonable” a ojos de Margarethe, considera la homosexualidad razón de más para retirarle el reconocimiento oficial. Comienza entonces para ella una ardua batalla legal para tratar de cambiar las normas.

Lesbiana, militar y a buen seguro conservadora, un cóctel imposible para aquellos que no entiendan lo que es la sexualidad de las personas. Pero el telefilme es muy claro al respecto: nos presentan a la protagonista como la misma persona en todo momento, sólo que más fuerte si cabe en el tramo final, aun con todo lo que se le viene encima. Es tan eficiente en su trabajo al principio, como respetada militar y madre, como después de iniciar su relación con Diane.

Tanto la dirección de Jeff Bleckner como el guión de Alison Cross son bastante estimables. Sólo en ocasiones se le puede achacar a la película alguna arritmia, con escenas cortas y atropelladas, que parecen estar sacrificando algo de autenticidad en favor de un ritmo más vivo. En lo demás, su capacidad para acercarse al espectador depende del apego o desapego que pueda sentir uno hacia el ejército norteamericano.

“Expediente Cammermeyer” se beneficia enormemente de esas dos grandes damas de la interpretación que son Glenn Close y Judy Davis. El trabajo de Close es de una naturalidad infinita, sabe fundir en una a la Margarethe que lleva con el máximo orgullo su uniforme y a la Margarethe madre y atenta compañera. Resulta imposible pensar en ella como Glenn Close, la actriz, cuando está metida en su personaje. La entusiasta y sincera interpretación de Davis, en un personaje abierto y alegre por fuera pero con sus contradicciones, es otro acierto redondo.

Recibieron sendos Emmys por este sólido y necesario telefilme que no deja de ser actual.

viernes, 16 de mayo de 2008

Crítica | OCTOBER ROAD; Más que un recuerdo

Otra historia sobre el regreso a los orígenes, esta vez en clave dramática. Eso sí, muy pero que muy light. Enfrentarse al pasado, que implica a familiares en declive, amigos rencorosos y amores traicionados, es para el protagonista de esta nueva serie (los lunes a las 21:30 en Cosmopolitan) un camino de espinas, pero el espectador que no se enamore de este guaperas no podrá dejar de pensar que se merece todo lo que le pasa.
Laura Prepon y Bryan Greenberg en "October Road"
La historia se abre en el verano del 97 en Knights Ridge, un pueblo ficticio de Massachusetts. Asistimos a la singular despedida que le ofrecen a Nick (Bryan Greenberg, “One Tree Hill”) sus amigos y su novia. Pero no hay por qué hacer tanto el idiota, se va a Europa sólo por seis semanas, según él.

El caso es que no vuelve hasta pasados diez años. En ese intervalo de tiempo ha escrito una novela, en la que, por cierto, despelleja a la mayoría de sus antiguos amigos, a su ex-novia... Pero en la actualidad está en plena crisis creativa, por lo que cuando su editor le ofrece dar “un seminario intensivo de un día sobre el arte de la novela” en su pueblo natal, decide que es la excusa perfecta para volver.

Y todo va mal, por supuesto. Se encuentra a un padre (Tom Berenger) a medio devorar por una rutina destructiva y deprimente; a una ex-novia (Laura Prepon) que por lo visto no esperó mucho tiempo el regreso de su amado (tiene un hijo de diez años); un ex mejor amigo (Geoff Stults) que parece dispuesto a vengarse (todo muy light, insisto), otro amigo (Jay Paulson) que permanece encerrado en casa desde el 11 de septiembre de 2001 (este se supone que debía ser el personaje adorable de turno, pero es en realidad una de las meteduras de pata más graves de la serie) y compañía.

Uno de los problemas de “October Road” es que se trata de un producto bastante blandito. Otro es que por muchos asuntos pendientes que nos digan que hay por resolver, la serie no parece tener tanto que contar, y si lo tiene, los guionistas no consiguen convencernos de ello. Esas canciones pop a las que tanto recurren parecen estar ahí para llenar un vacío irreversible.

Por otro lado, la falta de originalidad en la trama no se compensa con el perfil que han trazado para el protagonista, y es un problema, porque la mayor parte del peso de la serie recae sobre él: Nick es básicamente un traidor, alguien que se marchó no se sabe muy bien por qué, que decidió no volver y que lejos de olvidar a los suyos los utilizó en su propio beneficio y encima de forma que estos lo supiesen y pudiesen sentirse heridos.

A su vuelta, ¿se supone que deberían tratarle mejor? Y al no ser así, ¿deberíamos identificarnos con alguien como él? Hay que tener muchas ganas para entenderle y Bryan Greenberg, con ese toque de víctima romántica que le da al personaje, tampoco ayuda. El guión, ya por rematar, lo tuerce todo de tal forma que tampoco puedes olvidarte de él y ponerte del lado de sus “adversarios”. No tienes a nadie más que a él: ¿lo tomas o lo dejas?

Todo se reduce, pues, a un constante regreso al pasado que sólo puede llevar al protagonista al callejón sin salida del “hice mal, ahora me doy cuenta, y lo siento”. Demasiado simple para toda una serie. Y, de nuevo, demasiado blandito.

En uno de los primeros episodios un personaje dejaba caer que “el pasado sólo es un recuerdo”. Para “October Road” está claro que no es así. Es su razón de ser, más allá de eso seguramente no habrá nada.

miércoles, 23 de abril de 2008

Crítica | CIBERSEDUCCIÓN: SU VIDA SECRETA; Otra pesadilla familiar a toda pantalla

¡Peligro! Lifetime quiere enseñarnos algo. Y ya sabemos cómo va esto: entre lo que intuimos que querían contarnos y lo que finalmente vemos en pantalla media un abismo. Y es que para decirnos, entre otras cosas, que la pornografía no va en la estantería de “Educación sexual” no había que orquestar un desaguisado como el que es “Ciberseducción: su vida secreta” (“Cyber Seduction: His Secret Life”).
Jeremy Sumpter y Kelly Lynch
en "Ciberseducción: su vida secreta" (Tom McLoughlin, 2005)
En su imparable trayectoria como creadora de bochornosas pesadillas familiares a toda pantalla, el canal estadounidense Lifetime se decantó esta vez por la historia de un adolescente que se engancha al porno virtual y comienza a destruir así su vida familiar, social y educativa. Y canales autonómicos como ETB y Televisión Canaria, con la eterna excusa de que no es suya toda la basura que emiten, nos la trajeron a casa.

El telefilme comienza con el intento de suicidio de un chaval en una piscina. La maquinaria Lifetime ya se ha puesto en marcha y el primer mensaje dice: imagina si será grave e importante lo que venimos a contar cuando un adolescente ha llegado al extremo de querer acabar con su vida.

Acto seguido, aparece en la pantalla el inevitable rótulo de “tres meses antes” y la piscina se convierte en un escenario muy distinto. Es día de competición y uno de los nadadores que han ganado es nuestro protagonista, Justin (Jeremy Sumpter, el Peter Pan de la versión cinematográfica de P.J. Hogan). Pronto conoceremos también a su familia (esta vez les toca a los Petersen), que será la que sufra todo lo imaginable en los próximos 90 minutos.

El patriarca familiar, Richard (John Robinson), como es costumbre en estos telefilmes, es un hombre demasiado permisivo, tirando a memo, con lo que todo el peso de la educación del hijo recae sobre la madre, Diane (una histriónica Kelly Lynch, “Drugstore Cowboy”).

Esta madre no es de las que se toman las cosas con calma: la primera vez que descubre a Justin viendo pornografía en su ordenador su reacción le lleva a correr a despertar a su marido en mitad de la noche. Más creíble hubiese sido, en todo caso, llamarle la atención al chaval, esperar a la mañana siguiente y echar unas risas en el desayuno, con el chaval sonrojado etc. Pero esta es una familia americana de bien, con auténticos valores y madres coraje que ven la muerte acechar la primera vez que sus niños se caen del triciclo.

Tampoco la reacción del protagonista es la más lógica: una vez su madre le ha descubierto, espera algo así como dos minutos y vuelve al ordenador. Quizás es el único momento de la función en el que los guionistas logran que pensemos seriamente que lo de este niñato va más allá del típico comportamiento adolescente.

Pero el espectáculo no ha hecho más que comenzar. Después de descender a lo que se nos da a entender son los infiernos del porno virtual, Justin empieza a empeorar en natación, comienza a observar entre lujurioso e hipnotizado a sus compañeras de instituto y, para colmo, coge la fea costumbre de cerrar la puerta de su cuarto para estar a solas con la pantalla de su ordenador (la primera vez que lo hace se supone que debía ser la escena más escalofriante del telefilme, insisto, se supone).

Pronto empieza a rondar a Monica (Nicole Dicker, actriz que no ha vuelto a ponerse delante de la cámara después de este telefilme, lo que no es de extrañar), la chica más lanzadita del instituto, y cuando su madre se arma de programas de control paterno para blindar el ordenador, Justin, adicto ahora también a las bebidas energéticas, comienza su corrompida búsqueda fuera de casa. Como es de esperar, no tarda en echar a perder su relación con su novia Amy (Lyndsy Fonseca, “Mujeres desesperadas) y en ganarse una paliza por parte de algunos compañeros de instituto.

Coincidiremos en que la pornografía no es en absoluto un documental y en que puede llegar a distorsionar la imagen del sexo que tienen los adolescentes al dibujar las relaciones sexuales como actos gimnásticos genitalizados. Pero aquí lo que empieza como una especie de recordatorio demasiado conservador evoluciona hasta acabar convertido en el caso límite más exagerado para provocar las reacciones más desproporcionadas, por parte de la madre del telefilme y por parte del espectador poco o nada formado.

La Conferencia Episcopal Española tendrá en su particular videoteca “Ciberseducción: Su vida secreta” entre las piezas del séptimo arte más recomendadas para jovencitos descarriados, depravados, pervertidos, depredadores sexuales en potencia y semejantes. A mí, personalmente, no se me ocurre peor ejemplo de telefilme con pretensiones educativas.