domingo, 13 de julio de 2008

Crítica | EL CASO WANNINKHOF; Un retrato renqueante

Uno de los mayores peligros a la hora de presentar un hecho real como argumento para una ficción es implicarse demasiado y convertir la acción en una lucha entre “buenos” y “malos”. Otro de los peligros es no implicarse en absoluto y narrar los hechos desde tal distancia que el argumento se antoje frío y los personajes lejanos. “El caso Wanninkhof”, que se emitió en La 1 de TVE los días 19 de junio y 3 de julio, no lograba el equilibrio entre ambos extremos.
Luisa Martín en "El caso Wanninkhof"
El argumento será conocido por la mayoría: el sumario contra Dolores Vázquez por el asesinato de Rocío Wanninkhof, una joven de Mijas que desapareció en 1999. El caso provocó un enorme impacto social, saltando de las páginas de sucesos a las portadas de todos los periódicos. Pero a parte de la gravedad de los hechos, lo que hizo tristemente famoso el caso fue el tratamiento frívolo que obtuvo por parte de la mayoría de los medios, sobre todo televisivos, que dejó al descubierto los prejuicios de una sociedad más inclinada a culpar sin pruebas a una mujer difícil, seria y lesbiana, que a esperar una investigación en condiciones. Con el tiempo, también sacaría a la luz la vergonzosa negligencia de los cuerpos de seguridad que se encargaron del caso, más interesados en dar carpetazo cuanto antes a un suceso que había obtenido demasiado seguimiento que a cumplir con su deber de forma eficiente e imparcial.

Un caso difícil de digerir en la vida real. Qué decir, pues, de lo espinoso de aceptarlo como ficción seria de prime time. A los directores, Fernando Cámara y Pedro Costa, y a los guionistas, Juan Cavestany y Antonio Ojeda (el propio Costa también colabora en el guión), no se les puede culpar de haber descuidado de entrada y por completo el tratamiento que le iban a dar al caso o de convertir la miniserie en vehículo para el morbo. Pero las cosas han salido mal.

Cuando el relato no guarda sorpresas (porque no se nos ofrecen datos hasta ahora desconocidos, excepto para aquellos que aún piensen que Dolores Vázquez sigue entre rejas) toda la atención recae sobre la forma de narrar los hechos y, tanto o más, sobre los encargados de poner rostro a los implicados. En estos dos últimos puntos los responsables de la miniserie se han visto absoluta e imperdonablemente incapaces de dotar a la narración del pulso necesario y de elegir a un elenco adecuado para dar vida a los protagonistas.

Basta poner como ejemplo las secuencias de juicio, que son buena parte de la duración total de esta ficción, para ver que la acción transcurre a trompicones en demasiados puntos de la historia. Unos y otros testimonios están mal enlazados. Unas escenas quedan cortas, otras se detienen en cosas que no deberían.

El guión tiene agujeros aquí y allá, lo que pasaría desapercibido si no se diesen en momentos tan señalados. Los diálogos flaquean en los momentos cumbre, como cuando vemos por primera vez al verdadero asesino (Robin James Jones se llama en la ficción), que no podía tener frase mejor y más original que un teatral “invita la casa” para celebrar que han enjuiciado a otra por lo que él ha hecho. Las cosas que sabemos desgraciadamente verídicas, como esa prueba de la malsana expectación de la gente por entrar en el juzgado y presenciar el linchamiento, quedan desenfocadas e incluso risibles: “audiencia pública”, grita una voz en el primer episodio, y acto seguido vemos a un montón de extras precipitándose al interior de la sala de la forma más falsa.

En el reparto, Juanjo Puigcorbé se estrella con todos los trastos en su papel de abogado angelical y perfecto, comprensivo hasta el último músculo de su cuerpo. Es un personaje bueno hasta el ridículo, con sus lágrimas y con ese tono de voz conciliador. Su interpretación es un desastre sin paliativos, y de algo así no sólo se puede culpar a un guión. En contraposición, el actor belga Frank Feys es empujado a construir un malo de manual que de tan asqueroso pasa a ser más una caricatura, lo que no podía ser más insultante en este caso.

Más grave es, de todos modos, ver a Belén Constenla (que interpreta a la madre de Rocío) convertida no en otra víctima sino prácticamente en villana, ciega ante las inocencia de su ex pareja. Y es que el relato debería haberse centrado casi por igual en ambas víctimas de este “caso Wanninkhof”. De hacer protagonista a una de las dos se debería de haber tenido más cuidado.

La que sí acierta, y menos mal, es Luisa Martín, que interpreta a Victoria Álvarez (o sea, Dolores Vázquez) de forma intachable, lo que unido a sus últimos trabajos dramáticos la convierte, ya oficialmente, en una gran actriz.

Pero para que el juicio general sobre “El caso Wanninkhof” sea justo hay que destacar dos datos, que tienen que ver con decisiones de TVE: por un lado, las prisas con las que, según los responsables de la miniserie, trabajó el equipo para finalizar a tiempo el proyecto y, por otro lado, el espacio de tiempo que se dejó entre el primer y el segundo episodio (dos semanas). De un día para otro o, a lo sumo, de una semana a la siguiente es la distancia ideal para separar los capítulos que componen una miniserie, pero la Eurocopa se interpuso y por mucho que repitas el primer episodio, que programes un documental en relación con el caso y que cuelgues el primer episodio íntegro en la web, la distancia hace el olvido y hasta el más interesado puede desistir. Y cuánto más si no se trata de un trabajo brillante.

viernes, 27 de junio de 2008

Crítica | DAÑOS Y PERJUICIOS; Justicia por encima de todo (y de todos)

Al contrario que en “El abogado” o en “Ally McBeal”, la batalla final en los tribunales es sólo un punto lejano en el horizonte para la trama de “Daños y perjuicios” (“Damages”). Para llegar a la meta hay que sobrevivir a todo un mundo de estrategia y engaño, que es en lo que se centra esta historia. Es por eso por lo que esta serie, que sobresale entre las de su género, se convierte en una verdadera alternativa.
Glenn Close y Rose Byrne
en "Daños y perjuicios" ("Damages")

A los personajes no se los conoce en el primer episodio. De hecho, finalizada la primera temporada todavía queda por ver realmente hasta dónde son capaces de llegar algunos de ellos.

Patty Hewes (interpretada por Glenn Close) dirige uno de los bufetes más importantes de Nueva York. Es una profesional respetada y temida a partes iguales que no se anda con rodeos. Sabe lo que quiere y casi todo lo que hace tiene una finalidad. Por eso, cuando contrata a Ellen Parsons (Rose Byrne) no es porque crea que ésta sea más ambiciosa o capaz que el resto de jóvenes promesas de las que puede disponer. Hewes sabe más de lo que parece acerca de Ellen y, sobre todo, acerca de ciertas personas de su entorno.

En el transcurso de la investigación que lidera Patty para sentar en el banquillo de los acusados a Arthur Frobisher (Ted Danson), un poderoso empresario que puede haber estafado a los trabajadores de su empresa, los giros inesperados se suceden uno tras y otro y casi por norma. El argumento parece a veces estar jugando al despiste como lo haría cualquier otra serie. Pero no.

Poco a poco el espectador se va dando cuenta de que todo está bajo control: todo aquello que se dijo, aquello que se nos enseñó, los constantes saltos en el tiempo, los puzzles que tiene el espectador por recomponer, todo, va encajando paulatinamente y hasta desembocar en un desenlace perfecto (que no satisfactorio en lo que se refiere a poner en orden todos los hilos). Quizás cueste un poco entrar en la serie, eso es cierto, pero cuando te atrapa lo hace de veras.

Glenn Close, en su primer protagonista en una serie de televisión, pone en su personaje el mismo cuidado que crítica y público le admitieron en sus dorados 80 en el cine estadounidense. En la piel de Patty Hewes, la actriz puede llegar incluso a dar miedo, pero nunca permite que la odies y temas del todo. Tiene a su personaje controlado al máximo y no deja ver del todo quién es y de qué es capaz, lo que mantiene en vilo a la audiencia.

Rose Byrne, que a ratos se da un aire a una joven Miranda Richardson, aguanta admirablemente bien en sus cara a cara con Close y demuestra ser una protagonista mucho más que eficaz. Ted Danson, por su parte, recupera algo del brillo de sus mejores tiempos y Zeljko Ivanek lo borda. Los actores de reparto, uno tras otro (en esta temporada Noah Bean y Peter Facinelli sobre todo), están siempre a la altura.

Vuelve a emitirse en Canal+ a partir del domingo 29 (23:40). Es todo un lujo.

jueves, 26 de junio de 2008

Crítica | DIRT; Nada por detrás

Lo malo de las series que están hechas de escándalo es que lo tienen muy difícil para golpear al espectador eternamente. Una serie que engancha a base de impactos, visuales y argumentales, requiere de una historia de cierta complejidad y profundidad para atrapar a la audiencia a largo plazo. Tiene que haber algo más, vamos. En “Dirt” al principio da igual si lo hay o no, los impactos son suficientemente entretenidos. Después empieza a parecer probable que no habrá demasiado. Al final, decepción mayúscula.

Es una historia sobre interdependencias enmarcada en el mundo de la prensa sensacionalista. Pero no todo el mundo se dará cuenta de esto, de que hay historia, por mala que sea. No es difícil que el espectador se quede más con los trapos sucios y las miserias del personaje episódico de turno.

La protagonista, Lucy Spiller (una Courteney Cox sin vida ni encanto), es la directora de una revista que representa la variante más agresiva de ese tipo de publicaciones, la que tiene fama de llegar más lejos, la que presume de no detenerse ante nada ni nadie. Don Konkey (Ian Hart, aceptable) es un paparazzi esquizofrénico, amigo de Lucy desde sus años de universidad. Colabora con ella y hace todo cuanto le pide, lo que a menudo le obliga a arriesgar su vida misma.

En el lado de los fotografiados, perseguidos y acosados están Holt McLaren (Josh Stewart, “Turno de guardia”), un actor de moda por el que Lucy tiene una fijación especial, y la novia actual de éste, una actriz en horas bajísssssimas llamada Julia Mallory (Laura Allen, “Los 4400”).

En el primer episodio entra en juego una novata de nombre Willa McPherson (Alexandra Breckenridge), que aspira a abrirse camino en el mundo de la prensa del corazón desde un puesto en la revista de Lucy, “DirtNow”. Ella le sirve a la serie como excusa para presentarnos a los personajes partiendo de cero y hacernos entender cómo funcionan las cosas.

Como en “El diablo viste de Prada”, Willa se esfuerza al máximo en su trabajo para no decepcionar a su temida jefa, ganarse su favor y abrirse puertas de cara al futuro. Las cosas son muy complicadas y mete bastante la pata al principio, con lo que el espectador se identifica con ella. Pero a medida que avanzan los capítulos la forma de ser de la chica pasa de ingenua, voluntariosa pero despistada a decidida e implacable. Casi al tiempo, sus tramas van interesando menos al espectador. Y no es que sea todo culpa de la actriz, que por otro lado nunca entusiasma, sino más bien de todo ese mar de drogas, sexo, fama y focos que nos trae “Dirt”. Ya hay bastante con el culebrón que vertebra la serie.

Don, el paparazzi, es demasiado inestable como para andar por su cuenta y riesgo las 24 horas, de modo que necesita a Lucy y ésta le necesita a él, porque no hay muchos paletos dispuestos a dar su vida por una miserable foto. Pero Lucy al mismo tiempo tiene un problema, y es que sólo parece lograr excitarse con Holt, el actor. Éste se siente en deuda con su novia, Julia, y no se decide a abandonarla. Julia quiere a Holt, pero también depende bastante de su camello (Carly Pope), una lesbiana que tampoco quiere dejarla escapar a ella. Holt cada vez se siente más interesado por Lucy, pero para cuando eso ocurre las cosas se han deteriorado tanto y el espectador se ha inmunizado hasta tal punto ante tan exagerado cóctel que ya no puede más.

Y esto al final no es entretenimiento, es un producto vulgar y pasado de vueltas. No es una crítica al mundo de la prensa rosa, eso desde luego. Si alguna vez pretendió serlo, como en “El diablo viste de Prada”, la crítica se convirtió en lo criticado. “Dirt” existe hasta que deja de sorprenderte.

Se emite en Fox los miércoles a las 22:20.

(Foto: Courteney Cox)

domingo, 8 de junio de 2008

Crítica | EL COLECCIONISTA DE MARIPOSAS; Cuando a la amistad le siguen los interrogantes

Salirse de las normas no escritas de la narración televisiva actual puede ser peligroso. Buena parte del público se queja –y con razón– de que por muchos canales que tengamos hoy la oferta sigue sin ser realmente variada. Los programadores no le echan demasiada imaginación a su tarea y acaban por convertir cada canal en poco menos que un clon de su competencia. Pero cuando alguien viene a contarnos una historia diferente (no digo ya original) los espectadores respondemos con recelo.

Nos están acostumbrando de tal manera a esa nueva ficción efectista y de ritmo imparable que predomina en nuestras cadenas que nos empieza a resultar extraña toda producción que se salga de ese esquema. Ya no sabemos lo que es una escena sin diálogo, una imagen sin movimientos bruscos de cámara o una historia sin tiroteos. En ese sentido, “El coleccionista de mariposas” (“Butterfly Collectors”), que se emitió anoche en ETB-2, resulta una especie de ventana a un tipo de ficción en peligro de extinción. Aunque esto no es un punto a favor de cara a buena parte del público.

No es que esta miniserie británica sea estupenda ni mucho menos. Su ritmo decae en algunos tramos y su factura técnica no podemos calificarla de brillante (la banda sonora, eso sí, destaca desde el primer momento), pero se trata de una historia que mira a varios lados a cada momento y que pone énfasis en la relación entre sus distintos personajes.

Nos narra la historia de John McKeown (Pete Postlethwaite, “En el nombre del padre”), un policía veterano y desencantado con su labor, y Dex Lister (Jamie Draven, “Billy Elliot, quiero bailar”), un adolescente que se ha visto obligado a madurar demasiado deprisa. El primero tiene una relación desastrosa con sus hijos, cosa que lamenta profundamente, y el segundo ejerce precisamente de padre de los que son en realidad sus hermanos (Thomas Aston y Ruth Harrop).

A ratos la miniserie adquiere el tono del típico juego entre policías y (posibles) criminales que tantas ficciones británicas nos traen a las sobremesas de ETB-2. Pero también permite ser vista desde otros puntos de vista: puede ser una historia de dos amigos, de un hombre y el hijo que necesita a su lado o la historia de dos padres incluso.

Jean Stewart y Paul Abbott, director y guionista de “El coleccionista de mariposas”, mantienen el interés sin trampas ni artificio, jugando bien sus bazas, que son sobre todo esos dos personajes centrales. Pero la trama del asesinato que hace que John entre en la vida de Dex (o viceversa) tampoco decepciona.

En el reparto, el veterano Pete Postlethwaite y un entonces casi novel Jamie Draven (la producción data de 1999) forman un equipo perfecto. El primero se convierte en la personificación del agente quemado que, además, no encuentra a su regreso a casa la armonía que quisiera. Draven, por su parte, impide en todo momento que el espectador baje la guardia: su Dex es víctima y misterio, todo en uno. ¿Pero y si es sólo una de dos...?

(Foto: el poster estadounidense de "El coleccionista de mariposas")

domingo, 18 de mayo de 2008

Crítica | EXPEDIENTE CAMMERMEYER; Lucha contra la discriminación en clave patriótica

“Expediente Cammermeyer” puede sorprender a muchos aún hoy. Parte de la sociedad parece tener problemas todavía para entender la homosexualidad como algo que no es consecuencia de ninguna ideología, ni es sinónimo de enfermedad, ni supone impedimento para desempeñar bien un trabajo o ser buen vecino. En la película, cuando la protagonista, una militar patriótica donde las haya, se confiesa lesbiana, el castillo de naipes que ha ido levantado durante décadas con tanto esfuerzo amenaza con derrumbarse.
Glenn Close y Judy Davis en "Expediente Cammermeyer"
Años antes de que la homosexualidad se convirtiese en el ejército estadounidense en oscuro secreto sobre el que no debería preguntarse ni mencionarse nada, el caso de Margarethe Cammermeyer hizo correr ríos de tinta. La mujer, noruega de nacimiento, llegó en su día a coronel pero las cosas se torcieron cuando un agente del servicio de investigación interna le preguntó por su condición sexual directamente. Se vio incapaz de mentir.

En la película, estrenada en la NBC en 1995 y protagonizada por Glenn Close –que brilla ahora de nuevo en televisión con “Daños y perjuicios (Damages)”–, somos testigos de la historia de Cammermeyer desde que, ya en la cuarentena, y todavía en pleno ascenso en su carrera, conoce a una artista llamada Diane (Judy Davis). Se siente interesada por ella desde el principio. Cuando tras una cena Diane se refiere a su encuentro como “nuestra primera cita”, Margarethe, divorciada y con cuatro hijos, se sorprende sólo a medias.

“Expediente Cammermeyer” (“Serving in Silence: The Margarethe Cammermeyer Story”) se centra entonces en los esfuerzos de la protagonista por seguir haciendo su vida con la mayor normalidad posible. El rechazo de su padre (Jan Rubes, “Único testigo”) y el recelo inicial de uno de sus hijos (Lance Robinson) pasan a un segundo plano cuando llega la pregunta en el trabajo: “¿Ha practicado alguna vez actos inmorales?”.

El ejército, “una institución razonable” a ojos de Margarethe, considera la homosexualidad razón de más para retirarle el reconocimiento oficial. Comienza entonces para ella una ardua batalla legal para tratar de cambiar las normas.

Lesbiana, militar y a buen seguro conservadora, un cóctel imposible para aquellos que no entiendan lo que es la sexualidad de las personas. Pero el telefilme es muy claro al respecto: nos presentan a la protagonista como la misma persona en todo momento, sólo que más fuerte si cabe en el tramo final, aun con todo lo que se le viene encima. Es tan eficiente en su trabajo al principio, como respetada militar y madre, como después de iniciar su relación con Diane.

Tanto la dirección de Jeff Bleckner como el guión de Alison Cross son bastante estimables. Sólo en ocasiones se le puede achacar a la película alguna arritmia, con escenas cortas y atropelladas, que parecen estar sacrificando algo de autenticidad en favor de un ritmo más vivo. En lo demás, su capacidad para acercarse al espectador depende del apego o desapego que pueda sentir uno hacia el ejército norteamericano.

“Expediente Cammermeyer” se beneficia enormemente de esas dos grandes damas de la interpretación que son Glenn Close y Judy Davis. El trabajo de Close es de una naturalidad infinita, sabe fundir en una a la Margarethe que lleva con el máximo orgullo su uniforme y a la Margarethe madre y atenta compañera. Resulta imposible pensar en ella como Glenn Close, la actriz, cuando está metida en su personaje. La entusiasta y sincera interpretación de Davis, en un personaje abierto y alegre por fuera pero con sus contradicciones, es otro acierto redondo.

Recibieron sendos Emmys por este sólido y necesario telefilme que no deja de ser actual.

viernes, 16 de mayo de 2008

Crítica | OCTOBER ROAD; Más que un recuerdo

Otra historia sobre el regreso a los orígenes, esta vez en clave dramática. Eso sí, muy pero que muy light. Enfrentarse al pasado, que implica a familiares en declive, amigos rencorosos y amores traicionados, es para el protagonista de esta nueva serie (los lunes a las 21:30 en Cosmopolitan) un camino de espinas, pero el espectador que no se enamore de este guaperas no podrá dejar de pensar que se merece todo lo que le pasa.
Laura Prepon y Bryan Greenberg en "October Road"
La historia se abre en el verano del 97 en Knights Ridge, un pueblo ficticio de Massachusetts. Asistimos a la singular despedida que le ofrecen a Nick (Bryan Greenberg, “One Tree Hill”) sus amigos y su novia. Pero no hay por qué hacer tanto el idiota, se va a Europa sólo por seis semanas, según él.

El caso es que no vuelve hasta pasados diez años. En ese intervalo de tiempo ha escrito una novela, en la que, por cierto, despelleja a la mayoría de sus antiguos amigos, a su ex-novia... Pero en la actualidad está en plena crisis creativa, por lo que cuando su editor le ofrece dar “un seminario intensivo de un día sobre el arte de la novela” en su pueblo natal, decide que es la excusa perfecta para volver.

Y todo va mal, por supuesto. Se encuentra a un padre (Tom Berenger) a medio devorar por una rutina destructiva y deprimente; a una ex-novia (Laura Prepon) que por lo visto no esperó mucho tiempo el regreso de su amado (tiene un hijo de diez años); un ex mejor amigo (Geoff Stults) que parece dispuesto a vengarse (todo muy light, insisto), otro amigo (Jay Paulson) que permanece encerrado en casa desde el 11 de septiembre de 2001 (este se supone que debía ser el personaje adorable de turno, pero es en realidad una de las meteduras de pata más graves de la serie) y compañía.

Uno de los problemas de “October Road” es que se trata de un producto bastante blandito. Otro es que por muchos asuntos pendientes que nos digan que hay por resolver, la serie no parece tener tanto que contar, y si lo tiene, los guionistas no consiguen convencernos de ello. Esas canciones pop a las que tanto recurren parecen estar ahí para llenar un vacío irreversible.

Por otro lado, la falta de originalidad en la trama no se compensa con el perfil que han trazado para el protagonista, y es un problema, porque la mayor parte del peso de la serie recae sobre él: Nick es básicamente un traidor, alguien que se marchó no se sabe muy bien por qué, que decidió no volver y que lejos de olvidar a los suyos los utilizó en su propio beneficio y encima de forma que estos lo supiesen y pudiesen sentirse heridos.

A su vuelta, ¿se supone que deberían tratarle mejor? Y al no ser así, ¿deberíamos identificarnos con alguien como él? Hay que tener muchas ganas para entenderle y Bryan Greenberg, con ese toque de víctima romántica que le da al personaje, tampoco ayuda. El guión, ya por rematar, lo tuerce todo de tal forma que tampoco puedes olvidarte de él y ponerte del lado de sus “adversarios”. No tienes a nadie más que a él: ¿lo tomas o lo dejas?

Todo se reduce, pues, a un constante regreso al pasado que sólo puede llevar al protagonista al callejón sin salida del “hice mal, ahora me doy cuenta, y lo siento”. Demasiado simple para toda una serie. Y, de nuevo, demasiado blandito.

En uno de los primeros episodios un personaje dejaba caer que “el pasado sólo es un recuerdo”. Para “October Road” está claro que no es así. Es su razón de ser, más allá de eso seguramente no habrá nada.

miércoles, 23 de abril de 2008

Crítica | CIBERSEDUCCIÓN: SU VIDA SECRETA; Otra pesadilla familiar a toda pantalla

¡Peligro! Lifetime quiere enseñarnos algo. Y ya sabemos cómo va esto: entre lo que intuimos que querían contarnos y lo que finalmente vemos en pantalla media un abismo. Y es que para decirnos, entre otras cosas, que la pornografía no va en la estantería de “Educación sexual” no había que orquestar un desaguisado como el que es “Ciberseducción: su vida secreta” (“Cyber Seduction: His Secret Life”).
Jeremy Sumpter y Kelly Lynch
en "Ciberseducción: su vida secreta" (Tom McLoughlin, 2005)
En su imparable trayectoria como creadora de bochornosas pesadillas familiares a toda pantalla, el canal estadounidense Lifetime se decantó esta vez por la historia de un adolescente que se engancha al porno virtual y comienza a destruir así su vida familiar, social y educativa. Y canales autonómicos como ETB y Televisión Canaria, con la eterna excusa de que no es suya toda la basura que emiten, nos la trajeron a casa.

El telefilme comienza con el intento de suicidio de un chaval en una piscina. La maquinaria Lifetime ya se ha puesto en marcha y el primer mensaje dice: imagina si será grave e importante lo que venimos a contar cuando un adolescente ha llegado al extremo de querer acabar con su vida.

Acto seguido, aparece en la pantalla el inevitable rótulo de “tres meses antes” y la piscina se convierte en un escenario muy distinto. Es día de competición y uno de los nadadores que han ganado es nuestro protagonista, Justin (Jeremy Sumpter, el Peter Pan de la versión cinematográfica de P.J. Hogan). Pronto conoceremos también a su familia (esta vez les toca a los Petersen), que será la que sufra todo lo imaginable en los próximos 90 minutos.

El patriarca familiar, Richard (John Robinson), como es costumbre en estos telefilmes, es un hombre demasiado permisivo, tirando a memo, con lo que todo el peso de la educación del hijo recae sobre la madre, Diane (una histriónica Kelly Lynch, “Drugstore Cowboy”).

Esta madre no es de las que se toman las cosas con calma: la primera vez que descubre a Justin viendo pornografía en su ordenador su reacción le lleva a correr a despertar a su marido en mitad de la noche. Más creíble hubiese sido, en todo caso, llamarle la atención al chaval, esperar a la mañana siguiente y echar unas risas en el desayuno, con el chaval sonrojado etc. Pero esta es una familia americana de bien, con auténticos valores y madres coraje que ven la muerte acechar la primera vez que sus niños se caen del triciclo.

Tampoco la reacción del protagonista es la más lógica: una vez su madre le ha descubierto, espera algo así como dos minutos y vuelve al ordenador. Quizás es el único momento de la función en el que los guionistas logran que pensemos seriamente que lo de este niñato va más allá del típico comportamiento adolescente.

Pero el espectáculo no ha hecho más que comenzar. Después de descender a lo que se nos da a entender son los infiernos del porno virtual, Justin empieza a empeorar en natación, comienza a observar entre lujurioso e hipnotizado a sus compañeras de instituto y, para colmo, coge la fea costumbre de cerrar la puerta de su cuarto para estar a solas con la pantalla de su ordenador (la primera vez que lo hace se supone que debía ser la escena más escalofriante del telefilme, insisto, se supone).

Pronto empieza a rondar a Monica (Nicole Dicker, actriz que no ha vuelto a ponerse delante de la cámara después de este telefilme, lo que no es de extrañar), la chica más lanzadita del instituto, y cuando su madre se arma de programas de control paterno para blindar el ordenador, Justin, adicto ahora también a las bebidas energéticas, comienza su corrompida búsqueda fuera de casa. Como es de esperar, no tarda en echar a perder su relación con su novia Amy (Lyndsy Fonseca, “Mujeres desesperadas) y en ganarse una paliza por parte de algunos compañeros de instituto.

Coincidiremos en que la pornografía no es en absoluto un documental y en que puede llegar a distorsionar la imagen del sexo que tienen los adolescentes al dibujar las relaciones sexuales como actos gimnásticos genitalizados. Pero aquí lo que empieza como una especie de recordatorio demasiado conservador evoluciona hasta acabar convertido en el caso límite más exagerado para provocar las reacciones más desproporcionadas, por parte de la madre del telefilme y por parte del espectador poco o nada formado.

La Conferencia Episcopal Española tendrá en su particular videoteca “Ciberseducción: Su vida secreta” entre las piezas del séptimo arte más recomendadas para jovencitos descarriados, depravados, pervertidos, depredadores sexuales en potencia y semejantes. A mí, personalmente, no se me ocurre peor ejemplo de telefilme con pretensiones educativas.

sábado, 5 de abril de 2008

Crítica | JURAMENTO HIPOCRÁTICO; Una carrera contrarreloj frente a una doctora inflexible

Pocas cosas resultan tan escalofriantes, por realistas y cercanas, como las historias sobre médicos que parecen olvidarse de que las enfermedades que tratan las padecen pacientes de carne y hueso y que hay junto a ellos familiares en la más interminable de las esperas. “Juramento hipocrático” (“...First Do No Harm”) se infiltra en la vida de una familia destrozada por la enfermedad de su miembro más joven y enfrentada a una doctora de dudosos principios.
Meryl Streep, Fred Ward y Seth Adkins
en "Juramento hipocrático" (Jim Abrahams, 1997)

El juramento hipocrático es el compromiso que hacen público los futuros médicos ante su comunidad una vez acabada la carrera. Entre las promesas que hacen está, lógicamente, la de ejercer la profesión con miras a la recuperación de los enfermos sin causarles daño alguno. Con parte del texto que conforma el juramento se abre este telefilme dirigido por Jim Abrahams en 1997 para la ABC estadounidense.

De ese juramento pasamos a conocer a Lori Reimuller (Meryl Streep), que lee junto a su hijo Robbie (Seth Adkins) el cuento de “El traje nuevo del emperador”. Las escenas que siguen nos presentan al resto de la familia: la hermana mayor, Lynne (Mairon Bennett); el hermano mediano, Mark (Michael Yarmush), y el padre, Dave (Fred Ward), que llega a casa trayendo consigo un caballo (no en vano viven en una pequeña granja). Una estampa perfecta.

Pero esto es un telefilme dramático y sabemos que es precisamente en el momento en que la idílica foto de familia queda plasmada cuando las amenazas acechan con más fuerza. En “Juramento hipocrático” la protagonista no tarda en recibir una llamada desde la escuela de Robbie diciéndole que el niño ha sufrido una aparatosa e inexplicable caída.

Más tarde, ya en casa, y ante la mirada de su madre y sus hermanos, Robbie sufre un ataque epiléptico. El niño es ingresado en el hospital y empieza para él y para sus padres un sufrimiento que se prolongará durante prácticamente todo el metraje.

El espectador tampoco lo tiene nada fácil. A pesar del cuidado con que está hecho “Juramento hipocrático”, éste no es un telefilme fácil de ver. Son innumerables los ataques que sufre el personaje de Seth Adkins a lo largo de la película y el maquillaje y la propia interpretación del joven actor recrean de forma bastante real el empeoramiento de la salud de Robbie.

En la historia, la progresiva degeneración del niño va acompañada de numerosos problemas económicos para los Reimuller, de una crisis en las relaciones familiares (Lynne y Mark pasan a ser casi invisibles para sus padres) y de un agotamiento físico y emocional que sobre todo afecta a Lori.

Las cosas empeoran por momentos y la entrada en acción de la doctora Abbasac (Allison Janney, “El ala oeste de la casa blanca”) no hace sino hundir aún más a Lori. La doctora trabaja con el desapego de quien ha visto tanto sufrimiento que nada puede ya sorprenderle. Contempla el estado de Robbie, sus ataques, y las reacciones de su madre como si fuesen capítulos de un serial que ya hubiese visto cientos de veces. En ocasiones su cara expresa casi esfuerzo por mostrar interés hacia las dudas y quejas de la protagonista.

Pero no es prudente emitir un juicio sobre una profesional de la medicina sólo por su lenguaje corporal. Lo que convierte a la doctora Abbasac en declarada amenaza para los intereses de los Reimuller es su extrema firmeza (rayana en la intolerancia) ante lo que ella considera decisiones médicas acertadas. De no conseguir que los ataques del niño remitan, es cuestión de tiempo que se quede en estado vegetativo, de modo que hay que actuar ya. Pero los métodos de la doctora implican siempre agresivos fármacos con terribles efectos secundarios para Robbie.

Una de las escenas más impactantes nos muestra a Lori presenciando el intento de los médicos de frenar uno de los ataques más violentos de su hijo. La doctora Abbasac pide un medicamento en una dosis concreta y para cuando le entregan el vaso de plástico que lo contiene, éste se está deshaciendo como si portase ácido sulfúrico. El rostro de Meryl Streep en esta escena dice más que todos los diálogos de la película juntos.

Todas las alarmas se encienden en Lori y la protagonista decide empezar a investigar por su cuenta. En su búsqueda encuentra un tratamiento alternativo para reducir la intensidad de los ataques epilépticos denominado “dieta ketogénica”, que en algunos casos incluso ha conseguido mantener a personas epilépticas libres de ataques durante años.

Pero cuando Lori intenta proponerle a la doctora la exploración de esa otra vía de tratamiento, se encuentra con el equivalente médico al muro de Berlín.

Queda claro desde un principio que no es el objetivo de “Juramento hipocrático” convertir esto en la cruzada de una madre-heroína contra los matasanos del demonio. Esa madre no se nos presenta perfecta de ningún modo en la película (como se ve cuando intenta sacar a su hijo del hospital sin consentimiento y con todos los peligros que podría conllevar en el estado del niño), pero defiende con la necesaria dureza que algunos médicos pueden poner en peligro a sus pacientes por ir continuamente a contracorriente y hacer oídos sordos a las segundas opiniones.

Satanizar en exceso a la doctora Abbasac hubiese sido convertir “Juramento hipocrático” en un telefilme mucho más entretenido, pero también hubiese supuesto lanzar un mensaje peligrosamente borroso. La película de Jim Abrahams es todo prudencia y hace bien al presentar a personajes que ejercen la profesión médica (como los interpretados por Oni Faida Lampley y Tom Butler) y que se revelan como personas abiertas y comprensivas.

En una interpretación convenientemente fría, Allison Janney, que tiene infinitamente menos tiempo en pantalla que Jordi Rebellón en “Hospital Central” y ni una sola de las ingeniosas frases de Hugh Laurie en “House”, consigue que su personaje cree en el espectador un sentimiento de impotencia que resulta de lo más incómodo.

La impotencia que tan bien transmite la propia Meryl Streep en su enérgica interpretación debería haber estado ayudada por una banda sonora más fuerte y envolvente que la que firma Hummie Mann. Por lo demás, los técnicos acreditados en la película cumplen bien con sus respectivos cometidos.

Admito un desconocimiento absoluto de todos los términos médicos, fármacos y tratamientos que se mencionan en la película, pero “Juramento hipocrático” consigue transmitir su mensaje sin ningún problema. Es en buena medida un drama de pañuelos, eso no puede negarse, y no tiene la fuerza de “El aceite de la vida” (George Miller, 1992) ni mucho menos, pero es un telefilme digno y sincero donde los haya.

martes, 1 de abril de 2008

Crítica | ESA TONTERÍA LLAMADA ASESINATO; Maldad evidente y extrema

Puede que estemos ante un hecho histórico: por primera vez, que yo recuerde, un telefilme de la casa Lifetime no manipula al espectador ni insulta su inteligencia. “Esa tontería llamada asesinato” (“A Little Thing Called Murder”), que se emitió ayer a las 17:30 en Canal+, es una astuta mezcla de comedia negra y docudrama, un divertimento con ritmo y con una interpretación central (de Judy Davis) que pasará a la historia reciente de la ficción televisiva como una de las mejores y más premeditadamente sobreactuadas.
Judy Davis y Jonathan Jackson
caracterizados como Sante y Kenny Kimes

El canal norteamericano Lifetime puso, por una vez, uno de sus proyectos en buenas manos. El director es el también actor Richard Benjamin (“Esta casa es una ruina”, “Sirenas”), que últimamente no andaba muy inspirado tras las cámaras pero del que no se puede negar que tiene experiencia y bastante buena mano. Los protagonistas son Judy Davis (ganadora de tres Emmys) y una joven promesa, Jonathan Jackson, salido de la cantera de la telenovela estadounidense “General Hospital”.

El resultado es un entretenidísimo telefilme que no depara retratos maniqueos de perfectas familias destruidas por depredadores sexuales, vecinos acosadores o niñeras psicópatas. Está basado en hechos reales, pero tiene el acierto de dosificar los lloros y dar protagonismo a la comedia. Trata sobre dos personas inmorales que cometieron toda clase de atrocidades, pero la comedia funciona de todos modos. Hay que ser bueno para lograr algo así.

Este caso real ya nos lo habían contado antes en “Maldad encubierta” (“Like Mother, Like Son: The Strange Story of Sante and Kenny Kimes”), que se emitió en el Multicine de Antena 3 (¿dónde si no?). Se trata de la carrera criminal de Sante Kimes y su hijo pequeño, Kenny, que fueron de estafa en estafa, de robo en robo y, una vez desmelenados, de asesinato en asesinato, recorriendo Estados Unidos de punta a punta.

En “Maldad encubierta”, el director Arthur Allan Seidelman convirtió a Mary Tyler Moore en una Sante Kimes bastante elegante en un telefilme bastante más dramático y que se centraba, sobre todo, en el asesinato de la multimillonaria neoyorquina Irene Silverman (interpretada entonces por Jean Stapleton).

Es curioso ver cómo una misma historia puede dar pie a retratos tan dispares. Lo que en “Maldad encubierta” era misterio de medio pelo e interpretaciones (cuando mejor) esforzadas, en “Esa tontería llamada asesinato” es un festival de meditada sobreactuación e ironía desmadrada y maliciosa. Son los que menos gravedad le imprimen al tono de la historia (que no a los actos criminales en sí) los que mejor han sabido retratar la falta de moralidad de este peculiar equipo de delincuentes.

Judy Davis interpreta a Sante como una diva de pega, una mujer excesiva en todos los aspectos. Se la compara en el telefilme con Elizabeth Taylor, con sus pelucas y ropas extravagantes, pero es vulgar y rastrera como ella sola. Es una madre que nada tiene que ver con las típicas y aburridas heroínas Lifetime, es una esposa agresiva y una educadora nefasta.

Nunca queda claro hasta qué punto es lo que es a causa de los traumas de su infancia o si es parte natural de su retorcida personalidad. Es una estafadora, una asesina y una antisocial de mucho cuidado, en cualquiera de los casos. Todo en lo que se ve envuelta son, a sus ojos, pequeños asuntos y malentendidos, tonterías, pero el espectador presencia robos en restaurantes, incendios provocados, vejaciones y, por supuesto, violentos asesinatos.

A su hijo menor, Kenny (Jonathan Jackson), el más fácilmente manipulable, le ha educado de tal forma que ha ido quedando anulada su capacidad de distinguir el bien del mal. Ya de niño, cuando su profesora particular le lee una versión de “Pedro y el lobo” y Kenny, habiendo entendido la moraleja, dice que no volverá a mentir nunca más, Sante monta en cólera y se dirige a una aterrorizada profesora con estos argumentos: “Hay un momento para mentir y otro momento para no hacerlo. Pero seré yo quien se lo enseñe”.

Más tarde, tras acostarlo, Sante intenta poner orden a su manera en la cabeza de Kenny: “Las personas siempre creen a tu madre. Mamá es tan lista que puede convencer a la gente de que no hay ningún lobo incluso cuando está aullando en la puerta”. “Pero, ¿y si el lobo entra por la puerta y quiere morderme?, pregunta Kenny. “Oh, tranquilo, le pegaremos un tiro”. Lecciones de una madre. Lecciones que llevan a la práctica.

El trato que dispensa a sus asistentas merece capítulo a parte. Se dice en el telefilme que Sante Kimes fue la segunda persona en el siglo XX en ser condenada por trata de esclavos. Y ella misma, para despejar dudas, y delante de su joven asistenta Lydia (Maria Dimou), dice de ella que “es mi pequeña esclava y la adoro”.

Después de pasar una temporada en prisión (que se nos presenta en el telefilme como la época de mayor felicidad e independencia para Kenny), Sante vuelve a casa y sus lecciones empiezan a ganar en intensidad. Cuando su marido Ken (Chelcie Ross) muere, ya no hay nada que detenga a esta madre sin par.

Todo en “Esa tontería llamada asesinato” está una nota por encima, en especial la interpretación de Judy Davis, y es en buena parte por eso por lo que resulta tan divertido de ver. La estupenda actriz australiana construye un personaje que, al contrario que la aceptable creación de Mary Tyle Moore en “Maldad encubierta”, hace reír y transmite perfectamente el mensaje de que ese ser no tiene límites.

Y sus víctimas se van amontonando, aunque se las ingenie para que no se encuentren los cuerpos. Pero ahí está su propio hijo, todo un ejemplo de las consecuencias de ese huracán delictivo que tiene por madre.

sábado, 29 de marzo de 2008

Crítica | SAMANTHA, ¿QUÉ?; Despierta del coma y no es la chica de ayer...

Una mujer despierta del coma y no recuerda quién es. Debe empezar a descubrirse a sí misma y tratar de cambiar a la mujer que cayó en coma sin ser realmente querida por nadie. Suena a drama, pero es una comedia. Y de hecho es, por ahora, una bastante prometedora: “Samantha, ¿qué?” (“Samantha, Who?”), la nueva serie de TNT.
Christina Applegate y Jean Smart
en "Samantha, ¿qué?"

La televisión se ha vuelto muy sofisticada en la última década y ahora hasta la comedia aparentemente más sencilla recibe una puesta en escena más cuidada, con más escenarios, más movimiento, un ir y venir más frenético de los personajes...

Las comedias de 30 minutos ya no son exactamente las sitcom que eran en los tiempos de “Cheers” o “Friends”, y eso lo demuestra bien “Samantha, ¿qué?”. Pero esto no quiere decir que el guión deje de estar en el punto de mira y es cierto que esta nueva serie (creada por Donald Todd y la novelista Cecelia Ahern) no cuenta con diálogos más ingeniosos que sus predecesoras ni un reparto con más chispa. Pero también es cierto que aspira (con el pie puesto en el buen camino) a intentar convertirse en un buen y ácido entretenimiento.

La excusa argumental para traer el caos a la vida de los protagonistas es perfectamente válida: la joven (Christina Applegate) que despierta del coma con amnesia retrógrada (conocimientos generales sí, recuerdos personales no) y se va dando cuenta de que su anterior yo no era demasiado agradable ni querido. Es un arranque que permite a los guionistas tocar cualquier aspecto de la vida de la protagonista. A partir de ahí, eso sí, toca agudizar el ingenio.

En los dos primeros episodios ha habido más buenos que malos momentos, pero todavía es pronto para ver cómo evolucionará el producto. Entre los buenos momentos se cuentan, por de pronto, todos aquellos que unen a Applegate y a su madre en la ficción, una genial Jean Smart (Martha Logan en “24”).

Entre los malos momentos no podemos dejar de apuntar la escena en Alcohólicos Anónimos del episodio piloto. No tardaba en írsele de las manos a Christina Applegate y es más grave de lo que podría parecer teniendo en cuenta que más adelante, cuando la actriz esté definitivamente metida en su papel, será más difícil andar puliendo excesos y moldeando a un personaje que ya se habrá perfilado como alguien mucho más histriónico de lo que el guión pretendía.

No quiere decir que Applegate sea una mala actriz, pero tiene que controlarse o dejar que la guíen. Buenas y hasta grandes actrices necesitan que las guíen para evitar sobreactuar y no se cae el mundo. Dos buenos ejemplos de ello son Teri Hatcher, en su registro cómico, o incluso la doblemente oscarizada Sally Field, en su registro dramático, por poner a dos intérpretes actualmente televisivas como ejemplos.

Momentos excesivos al margen, Applegate, a pesar de no tener una vis cómica insuperable, se las apaña bastante bien. Le da a su personaje ese toque de pulpo en el garaje que le hacía falta y el constante salto de Samantha del ataque de pánico a la decepción por sus errores pasados está bien escenificado.

Y esa madre de espanto, hortera y ensimismada, a la que da vida Jean Smart tiene algunos de los momentos más disparatados que nos regala la serie. Por eso fue una buena jugada la de cederle el primer golpe cómico del episodio piloto, donde su personaje, cámara en mano, se “lamentaba” del estado comatoso de su hija: “Atropellada por un desalmado, conectada a máquinas como si fuese un experimento del colegio, en un coma del que tal vez no se despierte. ¿A quién acude una madre en busca de consuelo y respuestas?”. Entonces se enfocaba a sí misma y... “a vosotros, claro, a la gente de ‘Cambio radical’”.

Y ahí es cuando Samantha despertaba y la serie empezaba un camino que se podrá seguir los martes a las 23:15 en TNT.

domingo, 23 de marzo de 2008

Crítica | LA MADRASTRA; La de Cenicienta era mejor

Decir que los telefilmes de las sobremesas de fines de semana y festivos no son recomendables para la salud quizás sea llegar un poco lejos, pero lo que está claro es que la mayoría no sólo son malos, de lo peor y probablemente más barato que pueden encontrar los canales en el mercado, sino que además tienden a ser manipuladores y moralizantes. Por eso, no convienen a menos que podamos ser lo suficientemente críticos como para reírnos de/con ellos y mirarlos con la necesaria distancia. O eso, o que estemos en Semana Santa.
Natasha Henstridge y James Brolin
en "La madrastra" (Peter Svatek, 2005)

En épocas como ésta, con esa saturación de películas bíblicas y familiares, apetecen relatos algo más perversos. Puestos a ver telefilmes de baratillo, “La madrastra” (“Widow on the Hill”), que se emitió el viernes en la sobremesa de ETB2, no era ni de lejos la opción más maliciosa y divertida que cabría encontrarse, pero para un Viernes Santo valía.

La historia de “La madrastra” tiene como protagonista a una familia. Además, entre funerales y misas de domingo, no son pocas las escenas de iglesia. Pero ahí acaba todo lo que podría hacer pensar que ésta es la historia idónea para la semana que dejamos atrás. En la familia Cavanaugh, la madre (Michelle Duquet) está en las últimas, una de las hijas (Jewel Staite, “Serenity”) es alcohólica y el padre (James Brolin, “Terror en Amityville”) un alelado de mucho cuidado.

Para animar un poco las cosas llega a la mansión familiar una enfermera llamada Linda, a la que interpreta la modelo canadiense metida a actriz Natasha Henstridge (“Species”). Antes de que podamos ver en un flashback mental a la Julianne Moore de “La mano que mece la cuna” (“nunca, nunca dejes que una mujer guapa tome una posición de poder en tu hogar”), mamá Cavanaugh está muerta y enterrada y Linda entre las piernas de un papá que para cantar tanto en el coro de la iglesia poco sabe del luto.

Por supuesto, Jenny (la adorable, alcohólica hija) no se fía de Linda y pronto comienza una lucha, más descarada que sutil, entre las dos mujeres por meterle la mano por la espalda a papá y manejarle como una marioneta. Y el personaje de Brolin se deja. Y la otra hija en cuestión, Monica (Melinda Deines), que ha salido al padre, prefiere no meterse y lo observa todo con cara de boba hipnotizada.

A partir de ahí, todo gira entorno a joyas de la familia que cambian de manos, adulterio, sobredosis de morfina y cenas muy oportunas con invitados muy observadores. Todo esto con un ritmo lánguido y con la cámara pasando constantemente de los hechos (en flashback) a los testimonios de la protagonista para un programa televisivo, acusada de asesinato y pendiente de juicio en el presente, pero vestida (y comportándose) como una diva en un cotillón.

A medida que escribo me da la sensación de que todo suena mucho más entretenido de lo que realmente es. Lifetime, el canal estadounidense en el que “La madrastra” se estrenó, es experto en telefilmes, experto en hacerlos mal. Ésta no es una excepción: la película es tan floja como poco complaciente y no llega a ningún sitio. Incluso nos quedamos sin ver el enfrentamiento final entre los dos personajes femeninos centrales que parece prometérsenos desde el comienzo de la historia.

Esto no es una sorpresa final, es una decepción. Cuando algo va tan mal como en “La madrastra” durante todo el metraje, lo mejor que pueden hacer por el espectador es quitarse el corsé y dejar que vuele la caspa. Por lo menos habría algo divertido con lo que cerrar la historia.

Del resto del producto, decir que la mayoría de intérpretes se dedican, como mucho, a intentar cubrir el expediente, con James Brolin tan apagado como de costumbre y tan sólo Michelle Duquet intentando dar algo de dignidad a su personaje. Jewel Staite, por su parte, se da un cierto parecido a Bárbara Goenaga en algunas escenas. Por comentar algo.

sábado, 22 de marzo de 2008

Crítica | WARM SPRINGS; La cara menos conocida del personaje para un telefilme muy superior

Franklin Delano Roosevelt fue presidente de Estados Unidos entre 1932 y 1945, el único hombre en la historia de ese país en haber conseguido vencer en cuatro elecciones presidenciales. Pero “Warm Springs” no narra esa época de su vida. La decisión de limitarse a sus vivencias desde el ataque de poliomielitis que sufrió en 1921 hasta justo antes de su renacimiento en la política podría haber provocado discusión de no ser por el impecable resultado final de la producción.
Cynthia Nixon y Jane Alexander
en "Warm Springs" (Joseph Sargent, 2005)

Estrenado en España por Canal+, este telefilme de HBO pertenece a esa variante del biopic que toma la vida de una figura de renombre como punto de partida para, después, eliminar de la narración los acontecimientos que hicieron realmente célebre al personaje y centrarse en facetas en apariencia secundarias que resultan más universales.

Es una forma de unir a defensores (o seguidores) y detractores de esa figura pública y mostrarles su cara más cercana haciéndoles testigos de episodios cotidianos de su vida. Así, Richard Eyre convirtió a una Iris Murdoch ya enferma de Alzheimer en protagonista de “Iris” y Michael Apted centró su irregular “Agatha” en la exposición de una teoría que explicaba la desaparición real de Agatha Christie en 1926.

El guión de Margaret Nagle para “Warm Springs” es la clase de texto que no por contar la vida de un político sucumbe a la tentación de caer en aspectos polémicos de su existencia o en un homenaje propagandístico. Es cierto que Nagle no puede evitar que la balanza se haga presente en el telefilme y que esa balanza se ponga del lado del ex presidente (aunque no tenía por qué, si no ahí está la miniserie “The Reagans” para constatarlo), pero el retrato es equilibrado y en buena parte del telefilme, por ejemplo, vemos a Roosevelt mantener posturas bastante intransigentes ante su enfermedad.

Kenneth Branagh tiene recursos de sobra para dar vida al personaje y lo demuestra en cada una de las etapas en las que lo interpreta. Primero, nos creemos al Roosevelt de Branagh cuando se nos presenta como el típico político con dos caras, hiperactivo e imparable en su escalada de peldaños en la política pero no muy modélico de puertas para adentro.

Nos lo creemos también cuando contrae la polio y se ve sumido en un infierno de incomprensión y rechazo que él mismo potencia. Y, lo que es más importante para “Warm Springs”, el actor norirlandés consigue que nos lo creamos dando vida al Roosevelt que, ya en el balneario, decide intentar salir adelante, en un camino que quizás debería haber sido descrito con más dureza.

Cynthia Nixon, por su parte, sale airosa del salto que suponía dejar a la Miranda de “Sexo en Nueva York” para ponerse en la piel de Eleanor, esposa del protagonista, una mujer que se ve obligada a mantener las apariencias fuera de su entorno en una época en la que las minusvalías eran vistas todavía como castigos divinos.

Kathy Bates, entrañable como pocas, interpreta a una entregada terapeuta y Jane Alexander (que interpretó el papel de Eleanor en dos telefilmes en los setenta) se pone en la piel de la madre del protagonista, que se nos presenta como una mujer en exceso controladora. El papel le valió un Emmy a esta última, lo que sorprende un poco siendo de los anteriores miembros del reparto la que menos oportunidades tiene para desarrollar su personaje, pero nunca están de más gestos como éste para talentos como ese.

En la dirección, Joseph Sargent, que dirigió “Tiburón 4, la venganza”, pero que se ha labrado una más que sólida carrera en la televisión (tiene ya 4 Emmys, y otro más por “Warm Springs” no hubiese desentonado en absoluto).

jueves, 20 de marzo de 2008

Crítica | LA SEÑORA; Amar (y sobrevivir) en tiempos revueltos

Anunciarla como “una gran serie” dice mucho de la poca modestia de TVE a la hora de vender su mercancía. Pero la verdad es que esta mercancía no es una cualquiera, es un objeto delicado con el que la cadena pública debería andarse con cuidado, por una vez, sin cambios de horario ni día de emisión.
Adriana Ugarte y Raúl Peña en "La señora"
Premio a las cosas hechas con esmero. “La señora”, que se emite los jueves a las 22:00 en La 1, es un serial (algunos dirán culebrón, folletín) que cuida cosas que otras series españolas ni siquiera saben que existen. Tejer una historia con personajes que de simples no tienen nada y enmarcarla en tiempo y lugar (la España de los años 20) que no han sido utilizados siquiera como fondo decorativo en la historia de nuestra ficción televisiva, conlleva un esfuerzo importante.

Es la clase de esfuerzo que las cadenas privadas no suelen estar dispuestas a hacer y, cuando lo están (véase “Vientos de agua”), los programadores hacen las cosas tan mal que hunden el barco. Frente a esto, para que podamos decir que un canal público tiene alguna razón de ser, éste deberá darnos lo que el resto nos niega.

Lo que TVE nos regala esta vez es otra historia sobre amores imposibles en tiempos convulsos, pero con muchos alicientes. La protagonista de esa historia es Victoria Márquez (Adriana Ugarte, “Mesa para cinco”), que ha crecido en el seno de una familia burguesa, con un padre empresario (Alberto Jiménez), dueño de una mina de hierro. Lo único que les ha faltado a su hermano (Alberto Ferreiro) y a ella ha sido una madre.

El protagonista masculino es Ángel González (Rodolfo Sancho), nacido en una familia humilde y criado por una madre (Pepa López) de firmes convicciones religiosas. Ángel ha crecido sin un padre, pero lo que le una a Victoria no será un simple sentimiento de identificación.

Nuestros protagonistas han tenido la relativa suerte de haber nacido en la misma época (que va más allá de simple envoltorio del argumento), pero la religión, las clases sociales a las que pertenecen, sus familias y la ambición, la envidia y el odio que se respira alrededor de los negocios de los Márquez, se ocuparán de separarlos en esta poco original pero agradecida historia.

El hecho de que, ya en el primer episodio, Ángel se ordene sacerdote para dejar que su familia respire económicamente, ha sido muy utilizado para promocionar la serie. Pocos serán los que no hayan visto a Rodolfo Sancho, con el clerman bien visible, besando a Adriana Ugarte con esos paisajes asturianos de testigos. Utilizar ese momento era algo completamente lícito (por más que incomode a aquellos a los que cualquier serie histórica, a palo seco, ya de por sí incomoda), por la importancia que tenía en la historia y lo bonito del momento, pero los que se sumen a la audiencia de “La señora” por puro morbo se verán decepcionados. Los guionistas de la serie tienen demasiado que ofrecer como para limitarse a ese tipo de situaciones.

El reparto también tiene mucho que ofrecer, como así lo ha demostrado en los primeros episodios. Sancho y Ugarte se entienden bien en pantalla y se advierte un esfuerzo notable ahí por hacer creíble su relación. A Roberto Enríquez le ha tocado ser el malo, pero cuenta con esa dimensión humana que le da el instinto paternal a su personaje para impedir caer en la trampa del villano fácil.

Laura Domínguez (“El comisario”) y Lucía Jiménez le dan el toque de belleza a la serie sin sacrificar la oportunidad de defender dos papeles que pueden dar juego: la primera, una criada que vive en secreto su amor por el marido de su hermana, y la segunda, una joven que mantiene posturas cercanas al anarquismo y que parece que podría estar interesada en el hermano de la protagonista.

Otra agradable sorpresa es Ana Wagener. Interpreta a Vicenta, una de las criadas de los Márquez, en particular a una que parece haber adoptado el papel de madre de Victoria y su hermano Pablo a lo largo de los años. Wagener, una buena actriz y estupenda dobladora, debería tener una presencia determinante en la serie si el olfato de los responsables de “La señora” ha funcionado como debía.

Ana Turpin, con su irritante voz y su... irritante voz, en fin, no es una actriz a la que se le de el aprobado con facilidad. Cuesta creérsela muchas veces (nunca llegó a convencerme en “Amar en tiempos revueltos”), pero en “La señora” su fingida inocencia en el papel de la desquiciada y frustrada Irene de Castro supone una burbuja de oxígeno cuando las cosas se ponen demasiado serias en el resto de hilos argumentales (lo dicho: lucha de clases, amores imposibles...).

Si el relato se sostiene como lo ha hecho el de “Amar en tiempos revueltos”, serie con la que “La señora” guarda no pocos puntos en común, ésta nueva creación de Diagonal TV podría convertirse en la joya de la corona de TVE en un futuro no muy lejano.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Crítica | LOS PROTECTORES; Una nueva mirada a los hombres y mujeres del Oeste

Dos vaqueros cabalgan al galope por el Oeste de los Estados Unidos transportando caballos. Es una imagen que se repite a lo largo de los dos episodios de “Los protectores” (“Broken Trail”), que estrenó Canal+ el pasado día 8 y que tendrá nuevos pases en las próximas semanas, pero sigue siendo inusual ver cosas como ésta en televisión. Un género de tradición tan cinematográfica como el western se traduce en imágenes para la pequeña pantalla de forma más que digna en esta miniserie.
Robert Duvall en "Los protectores"
Print Ritter (Robert Duvall, “Gracias y favores”) ha heredado el rancho de la madre de su sobrino Tom Harte (Thomas Haden Church, “Entre copas”). Éste, sin nada que perder, acepta ayudar a su tío a transportar una manada de caballos de Oregón a Wyoming, tarea que les reportará unas necesitadas ganancias.

Durante el viaje se van topando con una variada serie de personajes, la mayoría maltratados y prisioneros a su manera: un violinista (Scott Cooper), una prostituta (interpretada por Greta Scacchi), un hombre chino (Donald Fong) que llegó al Oeste en busca de fortuna... También se topan con un pastor navarro (encarnado por el actor cubano William Marquez), pero éste no se suma a la aventura.

En cualquier caso, el más singular de todos esos cruces de caminos es el que lleva a los dos protagonistas a hacerse cargo de cinco jóvenes chinas (una de ellas interpretada por Gwendoline Yeo, Xiao-Mei en “Mujeres desesperadas”) que habían sido vendidas para ejercer la prostitución en el Oeste. Pero alguien espera la “entrega” de las chicas en un pueblo sin ley, y nuestros protagonistas se dirigen a la cueva del lobo...

Un ritmo algo más vivo habría dado mayor impulso a la historia de estos dos vaqueros compasivos, pero “Los protectores” tiene una premisa argumental lo bastante interesante, una factura lo suficientemente cuidada y el entregado reparto que hacían falta para mantener la llama viva en las casi tres horas de metraje total.

La dirección está a cargo de Walter Hill, que ganó un Emmy por su trabajo tras la cámara en otro western televisivo, “Deadwood” (que ahora emite FOX los domingos de madrugada). Sin duda es un género para el que no todo cineasta valdría, pero el resultado de “Los protectores” confirma a Hill como uno realmente preparado para hacerle frente y acercarlo al público de hoy, poco acostumbrado a este tipo de relatos.

Robert Duvall, uno de esos pocos actores que aún hoy siguen estrechamente ligados a este género (“Open Range” y “Gerónimo, una leyenda” –éste último a las órdenes del propio Walter Hill– no tienen muchos años), ofrece aquí una interpretación de lo más auténtica. También Thomas Haden Church, con un personaje más parco en palabras y que no tiene ese punto de veterano entrañable que tiene el de su compañero.

Se llevaron sendos y merecidos Emmys por esta apreciable aventura televisiva.