sábado, 29 de marzo de 2008

Crítica | SAMANTHA, ¿QUÉ?; Despierta del coma y no es la chica de ayer...

Una mujer despierta del coma y no recuerda quién es. Debe empezar a descubrirse a sí misma y tratar de cambiar a la mujer que cayó en coma sin ser realmente querida por nadie. Suena a drama, pero es una comedia. Y de hecho es, por ahora, una bastante prometedora: “Samantha, ¿qué?” (“Samantha, Who?”), la nueva serie de TNT.
Christina Applegate y Jean Smart
en "Samantha, ¿qué?"

La televisión se ha vuelto muy sofisticada en la última década y ahora hasta la comedia aparentemente más sencilla recibe una puesta en escena más cuidada, con más escenarios, más movimiento, un ir y venir más frenético de los personajes...

Las comedias de 30 minutos ya no son exactamente las sitcom que eran en los tiempos de “Cheers” o “Friends”, y eso lo demuestra bien “Samantha, ¿qué?”. Pero esto no quiere decir que el guión deje de estar en el punto de mira y es cierto que esta nueva serie (creada por Donald Todd y la novelista Cecelia Ahern) no cuenta con diálogos más ingeniosos que sus predecesoras ni un reparto con más chispa. Pero también es cierto que aspira (con el pie puesto en el buen camino) a intentar convertirse en un buen y ácido entretenimiento.

La excusa argumental para traer el caos a la vida de los protagonistas es perfectamente válida: la joven (Christina Applegate) que despierta del coma con amnesia retrógrada (conocimientos generales sí, recuerdos personales no) y se va dando cuenta de que su anterior yo no era demasiado agradable ni querido. Es un arranque que permite a los guionistas tocar cualquier aspecto de la vida de la protagonista. A partir de ahí, eso sí, toca agudizar el ingenio.

En los dos primeros episodios ha habido más buenos que malos momentos, pero todavía es pronto para ver cómo evolucionará el producto. Entre los buenos momentos se cuentan, por de pronto, todos aquellos que unen a Applegate y a su madre en la ficción, una genial Jean Smart (Martha Logan en “24”).

Entre los malos momentos no podemos dejar de apuntar la escena en Alcohólicos Anónimos del episodio piloto. No tardaba en írsele de las manos a Christina Applegate y es más grave de lo que podría parecer teniendo en cuenta que más adelante, cuando la actriz esté definitivamente metida en su papel, será más difícil andar puliendo excesos y moldeando a un personaje que ya se habrá perfilado como alguien mucho más histriónico de lo que el guión pretendía.

No quiere decir que Applegate sea una mala actriz, pero tiene que controlarse o dejar que la guíen. Buenas y hasta grandes actrices necesitan que las guíen para evitar sobreactuar y no se cae el mundo. Dos buenos ejemplos de ello son Teri Hatcher, en su registro cómico, o incluso la doblemente oscarizada Sally Field, en su registro dramático, por poner a dos intérpretes actualmente televisivas como ejemplos.

Momentos excesivos al margen, Applegate, a pesar de no tener una vis cómica insuperable, se las apaña bastante bien. Le da a su personaje ese toque de pulpo en el garaje que le hacía falta y el constante salto de Samantha del ataque de pánico a la decepción por sus errores pasados está bien escenificado.

Y esa madre de espanto, hortera y ensimismada, a la que da vida Jean Smart tiene algunos de los momentos más disparatados que nos regala la serie. Por eso fue una buena jugada la de cederle el primer golpe cómico del episodio piloto, donde su personaje, cámara en mano, se “lamentaba” del estado comatoso de su hija: “Atropellada por un desalmado, conectada a máquinas como si fuese un experimento del colegio, en un coma del que tal vez no se despierte. ¿A quién acude una madre en busca de consuelo y respuestas?”. Entonces se enfocaba a sí misma y... “a vosotros, claro, a la gente de ‘Cambio radical’”.

Y ahí es cuando Samantha despertaba y la serie empezaba un camino que se podrá seguir los martes a las 23:15 en TNT.

domingo, 23 de marzo de 2008

Crítica | LA MADRASTRA; La de Cenicienta era mejor

Decir que los telefilmes de las sobremesas de fines de semana y festivos no son recomendables para la salud quizás sea llegar un poco lejos, pero lo que está claro es que la mayoría no sólo son malos, de lo peor y probablemente más barato que pueden encontrar los canales en el mercado, sino que además tienden a ser manipuladores y moralizantes. Por eso, no convienen a menos que podamos ser lo suficientemente críticos como para reírnos de/con ellos y mirarlos con la necesaria distancia. O eso, o que estemos en Semana Santa.
Natasha Henstridge y James Brolin
en "La madrastra" (Peter Svatek, 2005)

En épocas como ésta, con esa saturación de películas bíblicas y familiares, apetecen relatos algo más perversos. Puestos a ver telefilmes de baratillo, “La madrastra” (“Widow on the Hill”), que se emitió el viernes en la sobremesa de ETB2, no era ni de lejos la opción más maliciosa y divertida que cabría encontrarse, pero para un Viernes Santo valía.

La historia de “La madrastra” tiene como protagonista a una familia. Además, entre funerales y misas de domingo, no son pocas las escenas de iglesia. Pero ahí acaba todo lo que podría hacer pensar que ésta es la historia idónea para la semana que dejamos atrás. En la familia Cavanaugh, la madre (Michelle Duquet) está en las últimas, una de las hijas (Jewel Staite, “Serenity”) es alcohólica y el padre (James Brolin, “Terror en Amityville”) un alelado de mucho cuidado.

Para animar un poco las cosas llega a la mansión familiar una enfermera llamada Linda, a la que interpreta la modelo canadiense metida a actriz Natasha Henstridge (“Species”). Antes de que podamos ver en un flashback mental a la Julianne Moore de “La mano que mece la cuna” (“nunca, nunca dejes que una mujer guapa tome una posición de poder en tu hogar”), mamá Cavanaugh está muerta y enterrada y Linda entre las piernas de un papá que para cantar tanto en el coro de la iglesia poco sabe del luto.

Por supuesto, Jenny (la adorable, alcohólica hija) no se fía de Linda y pronto comienza una lucha, más descarada que sutil, entre las dos mujeres por meterle la mano por la espalda a papá y manejarle como una marioneta. Y el personaje de Brolin se deja. Y la otra hija en cuestión, Monica (Melinda Deines), que ha salido al padre, prefiere no meterse y lo observa todo con cara de boba hipnotizada.

A partir de ahí, todo gira entorno a joyas de la familia que cambian de manos, adulterio, sobredosis de morfina y cenas muy oportunas con invitados muy observadores. Todo esto con un ritmo lánguido y con la cámara pasando constantemente de los hechos (en flashback) a los testimonios de la protagonista para un programa televisivo, acusada de asesinato y pendiente de juicio en el presente, pero vestida (y comportándose) como una diva en un cotillón.

A medida que escribo me da la sensación de que todo suena mucho más entretenido de lo que realmente es. Lifetime, el canal estadounidense en el que “La madrastra” se estrenó, es experto en telefilmes, experto en hacerlos mal. Ésta no es una excepción: la película es tan floja como poco complaciente y no llega a ningún sitio. Incluso nos quedamos sin ver el enfrentamiento final entre los dos personajes femeninos centrales que parece prometérsenos desde el comienzo de la historia.

Esto no es una sorpresa final, es una decepción. Cuando algo va tan mal como en “La madrastra” durante todo el metraje, lo mejor que pueden hacer por el espectador es quitarse el corsé y dejar que vuele la caspa. Por lo menos habría algo divertido con lo que cerrar la historia.

Del resto del producto, decir que la mayoría de intérpretes se dedican, como mucho, a intentar cubrir el expediente, con James Brolin tan apagado como de costumbre y tan sólo Michelle Duquet intentando dar algo de dignidad a su personaje. Jewel Staite, por su parte, se da un cierto parecido a Bárbara Goenaga en algunas escenas. Por comentar algo.

sábado, 22 de marzo de 2008

Crítica | WARM SPRINGS; La cara menos conocida del personaje para un telefilme muy superior

Franklin Delano Roosevelt fue presidente de Estados Unidos entre 1932 y 1945, el único hombre en la historia de ese país en haber conseguido vencer en cuatro elecciones presidenciales. Pero “Warm Springs” no narra esa época de su vida. La decisión de limitarse a sus vivencias desde el ataque de poliomielitis que sufrió en 1921 hasta justo antes de su renacimiento en la política podría haber provocado discusión de no ser por el impecable resultado final de la producción.
Cynthia Nixon y Jane Alexander
en "Warm Springs" (Joseph Sargent, 2005)

Estrenado en España por Canal+, este telefilme de HBO pertenece a esa variante del biopic que toma la vida de una figura de renombre como punto de partida para, después, eliminar de la narración los acontecimientos que hicieron realmente célebre al personaje y centrarse en facetas en apariencia secundarias que resultan más universales.

Es una forma de unir a defensores (o seguidores) y detractores de esa figura pública y mostrarles su cara más cercana haciéndoles testigos de episodios cotidianos de su vida. Así, Richard Eyre convirtió a una Iris Murdoch ya enferma de Alzheimer en protagonista de “Iris” y Michael Apted centró su irregular “Agatha” en la exposición de una teoría que explicaba la desaparición real de Agatha Christie en 1926.

El guión de Margaret Nagle para “Warm Springs” es la clase de texto que no por contar la vida de un político sucumbe a la tentación de caer en aspectos polémicos de su existencia o en un homenaje propagandístico. Es cierto que Nagle no puede evitar que la balanza se haga presente en el telefilme y que esa balanza se ponga del lado del ex presidente (aunque no tenía por qué, si no ahí está la miniserie “The Reagans” para constatarlo), pero el retrato es equilibrado y en buena parte del telefilme, por ejemplo, vemos a Roosevelt mantener posturas bastante intransigentes ante su enfermedad.

Kenneth Branagh tiene recursos de sobra para dar vida al personaje y lo demuestra en cada una de las etapas en las que lo interpreta. Primero, nos creemos al Roosevelt de Branagh cuando se nos presenta como el típico político con dos caras, hiperactivo e imparable en su escalada de peldaños en la política pero no muy modélico de puertas para adentro.

Nos lo creemos también cuando contrae la polio y se ve sumido en un infierno de incomprensión y rechazo que él mismo potencia. Y, lo que es más importante para “Warm Springs”, el actor norirlandés consigue que nos lo creamos dando vida al Roosevelt que, ya en el balneario, decide intentar salir adelante, en un camino que quizás debería haber sido descrito con más dureza.

Cynthia Nixon, por su parte, sale airosa del salto que suponía dejar a la Miranda de “Sexo en Nueva York” para ponerse en la piel de Eleanor, esposa del protagonista, una mujer que se ve obligada a mantener las apariencias fuera de su entorno en una época en la que las minusvalías eran vistas todavía como castigos divinos.

Kathy Bates, entrañable como pocas, interpreta a una entregada terapeuta y Jane Alexander (que interpretó el papel de Eleanor en dos telefilmes en los setenta) se pone en la piel de la madre del protagonista, que se nos presenta como una mujer en exceso controladora. El papel le valió un Emmy a esta última, lo que sorprende un poco siendo de los anteriores miembros del reparto la que menos oportunidades tiene para desarrollar su personaje, pero nunca están de más gestos como éste para talentos como ese.

En la dirección, Joseph Sargent, que dirigió “Tiburón 4, la venganza”, pero que se ha labrado una más que sólida carrera en la televisión (tiene ya 4 Emmys, y otro más por “Warm Springs” no hubiese desentonado en absoluto).

jueves, 20 de marzo de 2008

Crítica | LA SEÑORA; Amar (y sobrevivir) en tiempos revueltos

Anunciarla como “una gran serie” dice mucho de la poca modestia de TVE a la hora de vender su mercancía. Pero la verdad es que esta mercancía no es una cualquiera, es un objeto delicado con el que la cadena pública debería andarse con cuidado, por una vez, sin cambios de horario ni día de emisión.
Adriana Ugarte y Raúl Peña en "La señora"
Premio a las cosas hechas con esmero. “La señora”, que se emite los jueves a las 22:00 en La 1, es un serial (algunos dirán culebrón, folletín) que cuida cosas que otras series españolas ni siquiera saben que existen. Tejer una historia con personajes que de simples no tienen nada y enmarcarla en tiempo y lugar (la España de los años 20) que no han sido utilizados siquiera como fondo decorativo en la historia de nuestra ficción televisiva, conlleva un esfuerzo importante.

Es la clase de esfuerzo que las cadenas privadas no suelen estar dispuestas a hacer y, cuando lo están (véase “Vientos de agua”), los programadores hacen las cosas tan mal que hunden el barco. Frente a esto, para que podamos decir que un canal público tiene alguna razón de ser, éste deberá darnos lo que el resto nos niega.

Lo que TVE nos regala esta vez es otra historia sobre amores imposibles en tiempos convulsos, pero con muchos alicientes. La protagonista de esa historia es Victoria Márquez (Adriana Ugarte, “Mesa para cinco”), que ha crecido en el seno de una familia burguesa, con un padre empresario (Alberto Jiménez), dueño de una mina de hierro. Lo único que les ha faltado a su hermano (Alberto Ferreiro) y a ella ha sido una madre.

El protagonista masculino es Ángel González (Rodolfo Sancho), nacido en una familia humilde y criado por una madre (Pepa López) de firmes convicciones religiosas. Ángel ha crecido sin un padre, pero lo que le una a Victoria no será un simple sentimiento de identificación.

Nuestros protagonistas han tenido la relativa suerte de haber nacido en la misma época (que va más allá de simple envoltorio del argumento), pero la religión, las clases sociales a las que pertenecen, sus familias y la ambición, la envidia y el odio que se respira alrededor de los negocios de los Márquez, se ocuparán de separarlos en esta poco original pero agradecida historia.

El hecho de que, ya en el primer episodio, Ángel se ordene sacerdote para dejar que su familia respire económicamente, ha sido muy utilizado para promocionar la serie. Pocos serán los que no hayan visto a Rodolfo Sancho, con el clerman bien visible, besando a Adriana Ugarte con esos paisajes asturianos de testigos. Utilizar ese momento era algo completamente lícito (por más que incomode a aquellos a los que cualquier serie histórica, a palo seco, ya de por sí incomoda), por la importancia que tenía en la historia y lo bonito del momento, pero los que se sumen a la audiencia de “La señora” por puro morbo se verán decepcionados. Los guionistas de la serie tienen demasiado que ofrecer como para limitarse a ese tipo de situaciones.

El reparto también tiene mucho que ofrecer, como así lo ha demostrado en los primeros episodios. Sancho y Ugarte se entienden bien en pantalla y se advierte un esfuerzo notable ahí por hacer creíble su relación. A Roberto Enríquez le ha tocado ser el malo, pero cuenta con esa dimensión humana que le da el instinto paternal a su personaje para impedir caer en la trampa del villano fácil.

Laura Domínguez (“El comisario”) y Lucía Jiménez le dan el toque de belleza a la serie sin sacrificar la oportunidad de defender dos papeles que pueden dar juego: la primera, una criada que vive en secreto su amor por el marido de su hermana, y la segunda, una joven que mantiene posturas cercanas al anarquismo y que parece que podría estar interesada en el hermano de la protagonista.

Otra agradable sorpresa es Ana Wagener. Interpreta a Vicenta, una de las criadas de los Márquez, en particular a una que parece haber adoptado el papel de madre de Victoria y su hermano Pablo a lo largo de los años. Wagener, una buena actriz y estupenda dobladora, debería tener una presencia determinante en la serie si el olfato de los responsables de “La señora” ha funcionado como debía.

Ana Turpin, con su irritante voz y su... irritante voz, en fin, no es una actriz a la que se le de el aprobado con facilidad. Cuesta creérsela muchas veces (nunca llegó a convencerme en “Amar en tiempos revueltos”), pero en “La señora” su fingida inocencia en el papel de la desquiciada y frustrada Irene de Castro supone una burbuja de oxígeno cuando las cosas se ponen demasiado serias en el resto de hilos argumentales (lo dicho: lucha de clases, amores imposibles...).

Si el relato se sostiene como lo ha hecho el de “Amar en tiempos revueltos”, serie con la que “La señora” guarda no pocos puntos en común, ésta nueva creación de Diagonal TV podría convertirse en la joya de la corona de TVE en un futuro no muy lejano.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Crítica | LOS PROTECTORES; Una nueva mirada a los hombres y mujeres del Oeste

Dos vaqueros cabalgan al galope por el Oeste de los Estados Unidos transportando caballos. Es una imagen que se repite a lo largo de los dos episodios de “Los protectores” (“Broken Trail”), que estrenó Canal+ el pasado día 8 y que tendrá nuevos pases en las próximas semanas, pero sigue siendo inusual ver cosas como ésta en televisión. Un género de tradición tan cinematográfica como el western se traduce en imágenes para la pequeña pantalla de forma más que digna en esta miniserie.
Robert Duvall en "Los protectores"
Print Ritter (Robert Duvall, “Gracias y favores”) ha heredado el rancho de la madre de su sobrino Tom Harte (Thomas Haden Church, “Entre copas”). Éste, sin nada que perder, acepta ayudar a su tío a transportar una manada de caballos de Oregón a Wyoming, tarea que les reportará unas necesitadas ganancias.

Durante el viaje se van topando con una variada serie de personajes, la mayoría maltratados y prisioneros a su manera: un violinista (Scott Cooper), una prostituta (interpretada por Greta Scacchi), un hombre chino (Donald Fong) que llegó al Oeste en busca de fortuna... También se topan con un pastor navarro (encarnado por el actor cubano William Marquez), pero éste no se suma a la aventura.

En cualquier caso, el más singular de todos esos cruces de caminos es el que lleva a los dos protagonistas a hacerse cargo de cinco jóvenes chinas (una de ellas interpretada por Gwendoline Yeo, Xiao-Mei en “Mujeres desesperadas”) que habían sido vendidas para ejercer la prostitución en el Oeste. Pero alguien espera la “entrega” de las chicas en un pueblo sin ley, y nuestros protagonistas se dirigen a la cueva del lobo...

Un ritmo algo más vivo habría dado mayor impulso a la historia de estos dos vaqueros compasivos, pero “Los protectores” tiene una premisa argumental lo bastante interesante, una factura lo suficientemente cuidada y el entregado reparto que hacían falta para mantener la llama viva en las casi tres horas de metraje total.

La dirección está a cargo de Walter Hill, que ganó un Emmy por su trabajo tras la cámara en otro western televisivo, “Deadwood” (que ahora emite FOX los domingos de madrugada). Sin duda es un género para el que no todo cineasta valdría, pero el resultado de “Los protectores” confirma a Hill como uno realmente preparado para hacerle frente y acercarlo al público de hoy, poco acostumbrado a este tipo de relatos.

Robert Duvall, uno de esos pocos actores que aún hoy siguen estrechamente ligados a este género (“Open Range” y “Gerónimo, una leyenda” –éste último a las órdenes del propio Walter Hill– no tienen muchos años), ofrece aquí una interpretación de lo más auténtica. También Thomas Haden Church, con un personaje más parco en palabras y que no tiene ese punto de veterano entrañable que tiene el de su compañero.

Se llevaron sendos y merecidos Emmys por esta apreciable aventura televisiva.

martes, 18 de marzo de 2008

Crítica | MRS. HARRIS; Asesinato pasional a cámara lenta

La coletilla de “para ser un telefilme no está tan mal” no vale aquí. Todos la hemos pronunciado alguna vez, pero yo intento luchar contra ella. Y es que lleva implícito el mensaje de que la televisión es un medio menor a la hora de crear ficción, cosa que no tiene por qué ser verdad. “Mrs. Harris”, por otro lado, es un producto HBO, y sabiendo lo que pueden llegar a darnos...
Annette Bening en "Mrs. Harris" (Phyllis Nagy, 2005)
A la directora y guionista novel Phyllis Nagy le podían haber ido mal muchas cosas en su primera aventura televisiva. Es bien sabido que el ritmo de rodaje en este medio suele ser vertiginoso, además de las muchas presiones a las que se puede estar sometido al trabajar para un canal de peso. Pero lo cierto es que Nagy mantuvo las cosas bajo suficiente control, el correcto resultado técnico del telefilme así lo delata.

El estimable trabajo del plantel estelar no podríamos apuntárselo como mérito propio (aunque la dirección de actores jamás esté de sobra). No sabemos en qué lotería le tocaron Annette Bening, Ben Kingsley, Cloris Leachman y Frances Fisher para protagonizar su película, pero son sólo algunas de las caras conocidas que figuran en el reparto. Lo máximo que podría haberle preocupado a la directora era la poca familiaridad de los actores con el ritmo televisivo –Annette Bening, por ejemplo, no hacía un telefilme desde “Rehén” (Peter Levin, 1988)–, pero una vez más el (buen) resultado es el que es.

En efecto, dirección correcta, actores de categoría con buena predisposición, buena fotografía, vestuario cuidadosamente elegido, adecuados maquillaje y peluquería para una historia enmarcada en los 80... ¿Qué es entonces lo que convierte a “Mrs. Harris” en un producto menor y desaprovechado? El trabajo que llevaba la inexperimentada autora hecho desde casa: ese plano y poco inspirado guión.

Y no es que la historia sea una mina de oro, porque no nos engañemos, si el hecho real en que se basa “Mrs. Harris” fue sonado en su día se debió a que los protagonistas del mismo fueron unos famosos millonarios, pero se le podía haber sacado más partido. Sí, incluso en un telefilme.

La historia del asesinato del doctor Herman Tarnower (Ben Kingsley), creador de la dieta Scarsdale, a manos de la que había sido su compañera sentimental durante 14 años, Jean Harris (Annette Bening), da una pereza impresionante en este telefilme. “Mrs. Harris”, además, no se anda con medias tintas. No se deja espacio a demasiadas interpretaciones en la descripción del personaje de Jean, que en el guión de Phyllis Nagy está transparentemente desequilibrada, completamente ajena a ese mundo que sigue su curso a pesar de los amoríos de su infiel no-marido.

La base de la historia, la verdad de lo ocurrido, por más artimañas narrativas que se utilicen, queda clara desde bien pronto. Las escenas que la componen, por pretendidamente originales que fuesen, tampoco aumentan el interés, sólo alcanzan a sabotear el ritmo. Prueba de ello son las entrevistas a cámara o escenas como esa en la que el personaje de Kingsley atraviesa un vestuario y una fila de hombres se va volviendo hacia él para admirar su miembro con asombro. El resultado, en un drama como este, es de vergüenza ajena.

Pero si por algo se hizo famoso en España este telefilme, incluso antes de que Canal+ lo emitiera, fue por haberle reportado a Ellen Burstyn, actriz famosa por “El exorcista” y oscarizada por “Alicia ya no vive aquí”, una nominación al Emmy por menos de 15 segundos de interpretación.

Ni por presenciar esa proeza merece la pena “Mrs. Harris”. Pero bueno, alguna vez le tenía que salir algo mal a HBO, ¿no?

lunes, 17 de marzo de 2008

Crítica | FAGO; La historia del malogrado alcalde se queda a medio gas

No les faltó valor a los responsables de “Fago” al decidirse a poner en marcha una miniserie inspirada en hechos reales que vería la luz en una cadena española. Primero, porque parece que los espectadores españoles sólo estamos acostumbrados a la producción nacional en forma de serie televisiva; segundo, porque no sería la primera vez que un juez levanta la emisión de un producto basado/inspirado en hechos reales (ahí está el caso “Sin hogar”, telefilme protagonizado por Mar Regueras que cayó en manos de un juez que vio en él peligrar su reputación y del que nunca más se supo), y tercero, porque este hecho en particular no era precisamente terreno llano.
Joaquín Notario y Jordi Rebellón
en la miniserie "Fago"

Pero se tiraron a la piscina, y el resultado es la miniserie que emite La 1 los lunes a las 22:00. Es un producto que ronda la media de calidad técnica de la mayoría de ficciones españolas, aunque quizás sea algo más modesta. El tratamiento de la historia, por otro lado, es más cuidadoso y respetuoso de lo que cabía esperar, aunque no llegue a enganchar ni sorprender.

La historia que cuenta “Fago” es la misma que saltó a los medios en invierno de 2007. Un hombre fue encontrado muerto en las inmediaciones del pueblo del que era alcalde, en el Pirineo de Huesca. Había recibido múltiples disparos en lo que parecía una emboscada. Pronto se dieron a conocer los detalles de su relación con parte de la población del municipio, un festival de rencillas y odios que apuntaban a una venganza. Un guarda forestal (y declarado enemigo del alcalde) fue detenido tras confesar el crimen. Después se detractó. El caso está aún pendiente de juicio.

Es un caso desagradable, que nos viene a recordar hasta qué punto podemos llegar a ser primitivos los humanos, en este primer mundo tan desarrollado. Si la miniserie ofrece un retrato completamente fidedigno de las figuras de los dos principales implicados es algo que dará pie a distintas interpretaciones, pero a mi juicio, el alcalde interpretado por Jordi Rebellón y el guarda forestal de Joaquín Notario (“El comisario”) son al menos personajes creíbles y mundanos.

El primero se nos presenta como alguien quizás demasiado apasionado a la hora de defender sus posturas, un alcalde que ha fracasado en su intento de ser el representante del conjunto de un pueblo. Tras “Hospital Central”, Rebellón se mete de nuevo en la piel de un hombre en medio del respeto de algunos y el odio descarnado de otros muchos.

El segundo en cuestión, que lleva el nombre de Eugenio Riaza en la ficción, es una figura bastante más enigmática. Intenta camuflarse entre la gente que frecuenta el bar del pueblo (que se ha convertido en el cuartel de ese bando) para pasar como otro adversario más del alcalde, pero el juego de miradas hostiles y los diferentes flashbacks pronto colocan a Eugenio en el centro de nuestras miradas. Para cuando nos queremos dar cuenta, estamos buscándolo a cada instante entre la multitud, en el paisaje...

En cualquier caso, la miniserie no apunta maneras de ser el típico relato maniqueo en el que el bueno es todo sonrisas y buenas intenciones, de entrada un sufridor cuyas acciones no discutiremos en ningún momento, y el malo, por el contrario, el compendio de todas las maldades. El guión no llega tan lejos a la hora de dibujar a los personajes. Hubiese sido un error hacerlo.

Todo es más sutil y complejo, lo que no quiere decir que el asesinato no se intente narrar como la calculada salvajada que fue en la realidad. En el primer episodio, cada una de las pesadas piedras que el asesino había colocado en medio de la carretera (con el fin de hacer parar y salir de su coche a la víctima) significaba un plus de frialdad y falta de perspectiva, un paso más lejos de la razón.

No es de buenos y malos ni de colores políticos (por más que las siglas del partido al que pertenecía el alcalde –en la ficción y en la realidad– aparezcan en pantalla en algún momento) de lo que viene a hablarnos “Fago”. Es más bien un relato sobre la convivencia y una especie de aislamiento psicológico que puede llegar a convertir un círculo de rencores y odios en un universo en sí mismo fuera del cual los personajes se vuelven incapaces de ver nada.

“Fago” debería haber acentuado más el sentimiento de aislamiento que el propio escenario podía llegar a sugerir, con el intermitente temporal y las montañas rodeándolo en todo momento. Al final, las vistas aéreas del pueblo y demás exteriores donde se ha rodado la serie tienen demasiado de bucólico y la bonita partitura de Francesc Gener no hace sino empeorar las cosas en este sentido.

La dirección del veterano Roberto Bodegas, que se presta a continuos y llamativos exámenes a lo largo de la miniserie (como en la mal coreografiada escena de pelea tras el frustrado minuto de silencio del primer episodio), no tiene demasiado de destacable. El equipo formado por Antonio Onetti (guionista que ha demostrado su buen hacer en productos como “Diario de un skin” o “Amar en tiempos revueltos”) y Sergio Espí Rubio (que tiene un currículum con menos brillo en el que caben cosas como “Círculo rojo”), por su parte, ha quedado más descompensado de lo que cabría haber esperado.

La pregunta de tantos y tantos fans de “Hospital Central” y del doctor Vilches será si “Fago” pertenece a Jordi Rebellón, por así decirlo. La respuesta es no. El actor catalán no logra destacar ni dotar de la fuerza suficiente a su personaje, como tampoco lo hacen Joaquín Notario ni la mayor parte de los secundarios (Ivan Hermés, Octavi Pujades, Ana Goya, Jacobo Dicenta –hace poco en “Desaparecida”– y Manolo Caro son algunas de las caras más conocidas). Tan sólo la sincera interpretación de Mar Sodupe como la mujer del alcalde merece algo más de atención.

El bien y el mal absolutos, por tanto, no tienen en “Fago” su enésima cita, como les hubiese gustado a algunos, pero tampoco es éste un suspense de demasiados quilates.

viernes, 7 de marzo de 2008

Crítica | BLANCANIEVES, LA VERDADERA HISTORIA; Un giro perverso

Hay algo malicioso y a la vez seductor en la idea de darle la vuelta a un cuento clásico infantil para convertirlo en un relato de terror. “Blancanieves, la verdadera historia” (“Snow White: A Tale of Terror”), telefilme que ha venido emitiendo Canal Hollywood con asiduidad en los últimos meses, pretende ser una versión más fiel al cuento original de los hermanos Grimm. No estoy en posición de juzgar si lo es realmente, pero lo que está claro es que la versión Disney de 1937 queda aquí desfigurada de forma brutal.
Taryn Davis y Sigourney Weaver
en "Blancanieves, la verdadera historia"

Porque no nos engañemos. Sería en exceso amable, edulcorada y hasta pro-monárquica, como todos los cuentos Disney, pero cuando pensamos en Blancanieves a todos nos vienen a la mente los dibujos de la versión clásica. Pues bien, es ahí donde reside la mayor parte del encanto de este sombrío telefilme: en coger el tono agradable y colorista y agitarlo hasta hacerlo sangrar.

Los bellos y coloristas paisajes se tornan tenebrosos muy pronto en esta historia. En su prometedor comienzo, el telefilme nos traslada a un bosque nevado que Lord Hoffman (Sam Neill) y su esposa Lilliana (Joanna Roth) deben atravesar en su carruaje. La pareja tiene un accidente y, a punto de morir, ella le pide a su marido que salve a la niña que lleva en su interior. Un beso de despedida y la nieve desaparece tras un río de color rojo oscuro. Aquí no va a haber canciones.

Años después, Lilly (Taryn Davis) es una niña que desaprueba la unión de su padre con una misteriosa mujer. Sigourney Weaver, con aire distinguido y turbador, encarna a Lady Claudia, que llega al castillo de los Hoffman llevando consigo un curioso equipaje. Todo a su alrededor está bañado de misterio: las referencias a su madre, la ambigua relación que mantiene con su hermano Gustav (Miroslav Táborský, “La niña de tus ojos”), sus mascotas y, por supuesto, ese enorme espejo.

Más adelante, una adolescente Lilly (Monica Keena, vista en “Dawson crece” y, más recientemente, en “El Séquito”) firma su sentencia de muerte al eclipsar a su ahora embarazada madrastra durante una de las muchas demostraciones de canto que Claudia acostumbra a ofrecer a los asistentes de sus fiestas. La vanidosa dama, que se había dedicado a esconder la belleza de su hijastra bajo anodinos vestidos que le obligaba a ponerse, sufre un desmayo y su bebé acaba naciendo muerto.

Desde ese momento, las buenas formas tienen sus días contados. Claudia ordena a Gustav que mate a Lilly, pero ésta escapa y consigue llegar a una fortaleza abandonada, en la que se topa con siete mineros (Gil Bellows –“Ally McBeal– es uno de ellos) que poco tienen que ver con los dulces enanitos de la factoría Disney...

“Blancanieves, la verdadera historia” (también se la conoce como “Blancanieves, un cuento de terror”) se hace algo más pesada en su segunda mitad, pero es una tv-movie bastante más cuidada que la media. La dirección de Michael Cohn, los correctos efectos especiales, la belleza de los paisajes de Chequia, que van de nevados a otoñales a lo largo de la película, la adecuada música compuesta por John Ottman y, sobre todo, la elegante y pérfida creación de Sigourney Weaver, hacen de ésta una interesante y llamativa variante del viejo musical.

jueves, 6 de marzo de 2008

Crítica |LOS TUDOR; In decrescendo, pero aún con margen de maniobra

Parecen haberse puesto de moda, pero las aventuras y desventuras político-religioso-sexuales de Enrique VIII no son nuevas para los telespectadores. Es sin duda un plato apetecible para cualquier creador televisivo, porque tantas altas traiciones, bajas pasiones y cabezas rodando no se encuentran (o al menos no con ese lujo y esa clase) en todas las dinastías monárquicas.
Jonathan Rhys Meyers y Maria Doyle Kennedy
en "Los Tudor"
“Crees conocer la historia”, nos dice el Enrique VIII de Jonathan Rhys Meyers al comienzo de cada episodio. Y de hecho, la conocemos de sobra. La hemos visto en cine (“La vida privada de Enrique VIII”, por la que Charles Laughton se llevó el Oscar), la hemos visto centrada en algunos de sus personajes (“Ana de los mil días”, de Charles Jarrott), pero sobre todo la hemos visto en televisión (“Las seis esposas de Enrique VIII”, de la BBC, con Keith Michell, es una de las versiones más recordadas).

“Los Tudor” (“The Tudors”), cuya primera temporada se ha emitido en Canal+, es la que mejor ha sabido combinar y alterar los ingredientes (que ya de por sí son universales e imperecederos) para vendérselos al público de hoy. La serie tiene una estética y un protagonista lo suficientemente atrayentes como para poder llamarse moderna. Las dosis de sexo hacen el resto.

El problema (al menos en esta primera etapa) ha venido al intentar alargar los acontecimientos más de la cuenta. Nos han empezado a pasear por palacio más de la cuenta (lo de los últimos episodios iba más allá de la pura ambientación), nos han llamado a observar bailes y representaciones de la corte ya demasiadas veces y nos han mostrado los juegos de cama de Enrique y Ana Bolena hasta hacernos conocer su anatomía mejor que la nuestra propia.

Ni que no hubiese nada más que contar: otras cuatro esposas por delante, ruptura con la Iglesia Católica... Es algo que sabemos todos, de modo que no pueden ser tan ingenuos como para pensar que nos tienen en suspense.

A lo que aspiraba “Los Tudor” era a mostrar una visión más rompedora de lo habitual de la vida del mujeriego rey de Inglaterra. Nada nuevo (ni más preciso históricamente hablando, o si no, basta con ver esa disparatada –pero divertida– invención que es el personaje de Gabrielle Anwar), sólo diferente. De modo que, o están perdiendo el norte o nos hemos perdido nosotros.

¿Acaso no quieren dejar marchar a Ana Bolena? Su historia es interesante, sí, pero la interpretada por Natalie Dormer no pasará a la historia como una de las mejores precisamente. Ni es más guapa que cualquier otra actriz o extra que vemos en esa corte, ni más elegante, ni es lo bastante buena actriz como para cautivarnos sin tener nada nuevo que contar.

El resto del reparto, en cambio, sí que ha conseguido mantener el tipo y mantener de paso nuestro interés en la historia cuando los guiones comenzaban a desinflarse: Jonathan Rhys Meyers se amolda bien al Enrique apasionado, al temible y al inconformista, a pesar de que su imagen juvenil nos haga pensar en más de una ocasión que esa corte no es sino un grupo de fans siguiendo a su ídolo; Sam Neill está tan sólido como de costumbre, y Jeremy Northam cuida lo bastante a su Tomás Moro como para no dejarse arrastrar por ese retrato tan descafeinado de su personaje que recoge el guión.

Pero si alguien destaca en el reparto esa es la irlandesa Maria Doyle Kennedy. Lejanos ya los días en los que debutó en “Los Commitments” (Alan Parker, 1991), esta actriz y cantante se había dejado ver más en la televisión anglosajona últimamente. Que no es una intérprete que destaque por su expresividad ya lo había demostrado en la versión original de “Queer as Folk” y en miniseries menores como “Jueves 12, regreso al pasado”, pero en el papel de Catalina de Aragón, sabe transformar su aparente frialdad en elegancia, clase y dramática contención. Cada vez que entra en escena lo hace convertida en una verdadera reina.

La única pega se la encontramos al visionar “Los Tudor” en versión original. Ese acento suyo la delata (aunque intente claramente diferenciarlo del de los demás actores, lo que ya es un punto a su favor), aunque en España me atrevería a decir que el 90% de los telespectadores seguirán la serie doblada, y su dobladora no es otra que Mercedes Montalá, habitual de Annette Bening y Julia Roberts, nada menos.

En cualquier caso, en la segunda temporada, más vale que a los lujosos decorados, al cuidado vestuario y a los acertados intérpretes les acompañe un guión con las pilas bien cargadas.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Crítica | DEXTER; Le quieren, y nos arrastran con ellos

El protagonista de “Dexter”, que emite FOX los lunes por la noche, vive su vida como si se tratara de un ejercicio de pasar inadvertido para los que le rodean. Su sonrisa, su buena mano con los niños, la infinita gentileza y compresión que muestra hacia su novia, el apoyo que le brinda a su hermana... Nada de eso le sale de forma natural, es todo premeditado, y tiene que evitar ser descubierto: “La gente finge bastante al relacionarse, pero creo que yo finjo siempre, y finjo muy bien”. Sólo hay una cosa para la que tiene una predisposición natural: el crimen.
Michael C. Hall en "Dexter"
“Dexter” plantea al espectador no pocos conflictos morales. Se trata de un psicópata, pero no siempre resulta desagradable. Sabemos que cuando sonríe a su novia y consuela a su hermana está siguiendo un guión, pero sus confesiones en off no son suficientes. Queremos creer que hay algo más dentro de él, o que podría llegar a haberlo (lo que no está en absoluto descartado sabiendo ya como sabemos la forma en que “nació” el Dexter criminal), y le perdonamos un fiambre tras otro.

Tendemos a ponernos del lado del malo, del lado de Dexter, y no tiene nada que ver con la tremebunda excusa/farsa que representa el código de su padrastro Harry (James Remar, al que vemos en múltiples flashbacks), que implica un primitivo y sistemático ojo por ojo para calmar ocasionalmente a la fiera que hay dentro del protagonista (“Debes saber identificarlos y no dejar rastro”, aconseja el padre en un momento de la serie). Si nos ponemos del lado de Dexter es por los guiones, que nos empujan frecuentemente a aceptar al protagonista como sujeto con el que identificarse, o por el que sentir compasión. La cámara no sólo nos hace testigos, los guiones no son neutrales, nos implican.

Para ser conscientes de esto no hay más que coger una escena de persecución en la que Dexter es la “víctima”. El protagonista es perseguido por alguien (últimamente el sargento Doakes, interpretado por Erik King, no ha hecho mucho más en la serie) y nosotros, instintivamente, queremos que logre escapar. Ahí está, el guión nos está conduciendo.

A Dexter se le escapa una víctima (seguramente se tratará de un sudoroso, vicioso y sanguinario asesino que ha escapado a la justicia) y comienza a ir tras ella. “¿Es un asesino, no? Volverá a matar si Dexter no le atrapa”, pensamos. Queremos que le coja. Ahí está otra vez.

Y no está bien, desde luego, porque lo de Dexter no es justicia, ni siquiera venganza. Se nos vende como consecuencia del trauma que persigue al protagonista y, dicho esto, la serie se toma sus muchas licencias. Dexter (interpretado por Michael C. Hall con la misma buena mano que tenía en “A dos metros bajo tierra”) admite una y otra vez su culpabilidad, su desequilibrio, pero el guión no es siempre tan honesto: nos dicen que es un asesino, nos enseñan cómo mata (a veces la cosa se vuelve verdaderamente gráfica), pero no pueden evitar sentir un “algo” por él que va demasiado lejos y que nos contagia.

A veces parece moralina barata (los villanos son tan exagerados, tan abiertamente culpables, que parece lógico dejar que Dexter haga el trabajo sucio), a veces apología de la pena de muerte y otras, un simple mecanismo de los guionistas para lanzar el mensaje de que sí, es malo, pero podía ser peor.

Parece mentira que una serie pueda hacernos pensar tanto en un momento en el que nuestra ficción nacional nos sigue regalando productos como “Física o química” y “Los Serrano”. Podremos culpar a los guiones de una visión demasiado poco crítica hacia el protagonista, pero a cambio de sentirnos algo culpables y hasta sucios, disfrutaremos de una de las mejores series que hay en el panorama ahora mismo: dirección de primera (Michael Cuesta, director de “L.I.E.”, se ha puesto tras la cámara en varios episodios), personajes abiertos a evolución (cosa increíble en la ficción española), actores que se quedan tatuados en la retina (además del protagonista, Lauren Vélez, C. S. Lee, Christian Camargo...) y un cóctel explosivo de acción, sangre y suspense tétrico.